Ideas Elecciones europeas 2019

Por una revolución mayoritaria

Para hacer más eficaces y democráticas las instituciones europeas, comenzando por el Parlamento, necesitaríamos una reforma profunda, que pasa igualmente por la adaptación del sistema mayoritario en las elecciones europeas, afirma el exeurodiputado Olivier Dupuis.

Publicado en 13 noviembre 2017 a las 12:08

La idea de listas trasnacionales para las elecciones europeas tiene el indiscutible apoyo de la prensa y, de ahora en adelante, el apoyo de un jefe de Estado, personificado en el mismísimo Emmanuel Macron y el del Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker.
La propuesta que lanzaron hace una cuarentena de años los federalistas europeos tendría, según sostienen sus partidarios, el mérito de reforzar el carácter europeo de una elección, la del Parlamento Europeo, que sigue siendo muy nacional, y que suscita cada vez menos el interés, y a fortiori, la pasión de los ciudadanos europeos. Las criticas que ya ha suscitado esta propuesta son numerosas: creación de parlamentarios extraterritoriales, muy alejados de sus electores; aparición de parlamentarios de primera clase (los electos transnacionales) y de segunda (los demás); dificultad de su puesta en marcha desde el punto de vista jurídico y político (en lo que respecta al número de parlamentarios atribuidos a cada Estado), selección-elección de personalidades ya electas, o que lo serían de todas formas con el sistema actualmente en vigor.
Pero dejando aparte estas pertinentes críticas, conviene también, como subraya Olivier Duhamel a propósito de otra reforma institucional, situar esta propuesta en un marco mucho más amplio, el del devenir de la construcción europea y las reformas más necesarias y más urgentes susceptibles de acercar la Unión Europea a los ciudadanos europeos.
De esta forma esta propuesta se fundamenta también sobre una apuesta particularmente arriesgada: la “recuperación” y la redistribución de los escaños británicos o de una parte de ellos cuando nada hace presagiar una salida rápida del Reino Unido de la Unión, y podemos por lo menos permitirnos la duda en cuanto a su salida efectiva.
Pero, aparte de esta apuesta improbable, conviene detenerse sobre la concepción de la Unión que subyace en la propuesta de listas transnacionales: una Unión fundada sobre el parlamentarismo. Este punto de vista, que se ha ido imponiendo de forma relativamente subrepticia en el seno del Parlamento Europeo y en los ambientes federalistas, retuerce la concepción de los padres fundadores, para los cuales el poder legislativo reposaba sobre el doble pilar de los Estados representados por sus gobiernos y los ciudadanos representados por sus diputados. También abre, con el coste de una negación de la realidad (el papel de los Estados en la arquitectura europea) la vía a una guerra permanente entre el Parlamento Europeo, institución “democrática” que representaría a los ciudadanos y las instituciones que representarían a los Estados, que no lo serían.
La “invención” en 1974, por Valery Giscard d’Estaing del Consejo europeo (de los Jefes de Estado y de Gobierno) y la contrapartida que obtuvieron los cinco otros miembros fundadores, la elección por sufragio universal del Parlamento europeo, no son desde luego ajenas a esta nueva orientación, desplazando el lugar central de la representación de los Estados-miembros, desde los ministros (Consejo) hacia los jefes de Estado y de Gobierno (Consejo europeo) y los focos desde el trabajo legislativo de un Consejo (el de ministros) marginado hacia un Parlamento Europeo operando a plena luz.
Algunos consideran que se trata de una transformación sobre la que es inútil volver. No lo creemos así. Si, organizando sobre bases regulares los debates entre los Jefes de Estado y de Gobierno, la innovación giscardiana tuvo el indiscutible mérito de reforzar la implicación directa y al más alto nivel de los Estados en el proyecto europeo, ha tenido también efectos secundarios deletéreos. Ha favorecido asimismo, como demuestra por ejemplo la agenda “de su padre y de su madre” del último Consejo europeo, la emergencia de una infinidad de problemáticas, pequeñas y grandes, en el ámbito de una institución de 28 miembros que no dispone mas que de una quincena de horas cada tres meses para debatirlas y sacar conclusiones.
Mirándolo bien y con la distancia que nos da el tiempo, entre las grandes cuestiones que han marcado la vida de la polis europea durante estos diez o quince últimos años, solamente algunas hubieran podido ser afrontadas en el ámbito del Consejo europeo, entre ellas en concreto el desplazamiento del centro de gravedad de los Estados Unidos desde el Atlántico hacia el Pacífico y la necesaria asunción de responsabilidad de Europa en el ámbito de su defensa; la deriva autoritaria de Rusia; la invasión de Crimea y su anexión, así como la ocupación del Donbass por Rusia y sus allegados; la tragedia sirio-iraki; las amplias migraciones con destino a Europa; la progresiva deriva anti-democrática de algunos Estados-miembros a la cabeza de los cuales está la Hungría de Viktor Orban, de la que todo hace pensar que no es solo el rehén de sus propios demonios interiores; y, naturalmente, la crisis financiera de 2008. Aunque se pueda considerar que bajo diversos aspectos esta última cuestión hubiera podido ser tratada por el PE y por el Consejo de ministros si una adecuada ligazón institucional hubiera existido.
Lo que nos lleva al efecto secundario principal de la innovación giscardiana: la lenta esclerotización del Consejo (de Ministros). Mientras el Parlamento Europeo se transformaba – sin que por eso escapara, nada mas lejos de ello, de las derivas burocráticas y partitocráticas – y crecía en poder a medida que se iban produciendo las modificaciones de los Tratados, el Consejo (de Ministros) era progresivamente fagocitado por los aparatos del Estado así como los órganos que los representaban en Bruselas (Coreper y Comitología en concreto), todo ello de forma opuesta a lo que había estado en los designios de los padres fundadores: el lugar del debate, del trabajo legislativo y de las decisiones políticas de los ministros que representaban a los gobiernos de los países miembros.
Esta resignación al statu quo en lo que concierne al modus operandi del Consejo debe también mucho a la visión “parlamentarista” de la Unión concebida por los partidarios del rol preponderante, véase exclusivo, del Parlamento europeo como legislador. Ellos no tienen ningún interés en una revalorización de la Cámara que representa a los Estados. Es también desde sus rangos donde ha nacido y se ha impuesto en 2014 por medio de un golpe de mano, la figura de los SpitzenKandidaten, esos candidatos que los diferentes partidos europeos proponen a la presidencia de la Comisión antes de las elecciones europeas. Son los mismos que hoy en día están maniobrando para la instauración de las listas trasnacionales.

Para la transformación del Consejo en un verdadero Senado europeo

Si, como creemos, esta aproximación “parlamentarista” no está adaptada a la dinámica profunda del proceso de integración europeo que se apoya a la vez sobre los Estados y sobre los ciudadanos, es entonces indispensable el devolver toda su posición al lugar de la representación de los Estados. En la medida en que estos son representados hoy en día por dos instituciones: el Consejo (de ministros) y el Consejo europeo (de Jefes de Estados y de Gobierno) parece necesario clarificar en primer lugar el campo de las competencias y de las modalidades de trabajo del uno y el otro.
Además de una limitación de las cuestiones tratadas en el seno del Consejo europeo únicamente a las cuestiones vitales, la institución que reúne a los Jefes de Estado y de Gobierno podría ser el lugar del debate y de las decisiones de las cuestiones que impliquen modificaciones institucionales, por su propia iniciativa, o a petición de una u otra de las tres otras instituciones: Comisión, Consejo (Senado) o Parlamento. En la hipótesis del lanzamiento de una real Unión de la Defensa, podría también, con el nombre de Consejo Europeo de Seguridad y con una configuración que reuniese a los Jefes de Estado y de Gobierno concernidos, ser el lugar de la aprobación (o no) de las intervenciones en el exterior propuestas por el Presidente de la Comisión.
En este escenario el Consejo (de los ministros) podría convertirse a todos los efectos en la Cámara Alta de la Unión, el Senado europeo. Sobre el modelo del Bundesrat, la Cámara alta alemana, donde los ministros de los Landers toman asiento, el Senado europeo podría estar compuesta de cinco o seis ministros nacionales cubriendo ministerios próximos y repartiendo sus tiempo de trabajo entre la supervisión de sus ministerios en sus capitales respectivas y un verdadero trabajo parlamentario con sus colegas europeos en Bruselas.
Semejante reforma permitiría a cada gobierno el dar (y recibir) por el conducto de sus ministros-senadores, impulsos al trabajo a un ritmo semanal y no ya trimestral, como es el caso a través del Consejo europeo de Jefes de Estado y de Gobierno. Permitiría además acabar con el falso problema de la implicación de los parlamentos nacionales en la vida política europea y la soluciones de ir dando vueltas sin ton ni son que esta acarrea con ella porque estos parlamentarios nacionales podrían, de forma continuada, a través de sus relaciones con los ministros-senadores europeos, hacer “remontar” al nivel europeo sus propuestas y recibir de estos mismos ministros-senadores todas las informaciones sobre el estado de progreso de los procedimientos legislativos europeos. Técnicamente simple, esta reforma constituiría, inútil esconderlo, una revolución “cultural” de tamaño considerable en el sentido que daría constancia de la vertiente europea, directa o indirecta, de numerosas cuestiones nacionales y que implicaría en consecuencia una modificación profunda de las formas de trabajo de los gobiernos nacionales.

Una circunscripción transnacional para la elección del presidente de la Comisión

La elección a la cabeza de la Comisión del Spitzenkandidat del partido que haya obtenido el mejor resultado en las elecciones europeas hace de este un electo únicamente por el Parlamento, con gran disgusto de los Estados-miembros desposeídos. Lo cual, a pesar de las apariencias, es un mal augurio para el reforzamiento del presidente de la Comisión Europea.
Si, como lo pensamos por la razón de la dualidad de la legitimidad de la construcción europea: Estados miembros y ciudadanos, el presidente no puede ser la expresión de la institución representativa de los unos en detrimento de los otros y si, por otra parte, pensamos que una circunscripción europea única es deseable en el sentido que permitiría a todos los europeos participar en el mismo escrutinio, la elección por sufragio universal del presidente de la Comisión cobra sentido. En efecto, permitiría politizar la elección y, en consecuencia la función del presidente de la Comisión, hacerla mas significativa y atractiva para los medios de comunicación, que, como hemos visto se han mostrado poco sensibles (es un eufemismo) a la invención de los SpitzenKandidaten europeos. Reforzaría la autoridad del presidente de la Comisión y clarificaría su papel de jefe de gobierno y de garante de los tratados. Permitiría además llevar a buen término el proceso de presidencialización de la Comisión, que lleva haciéndose desde hace una quincena de años, alcanzándose por la misma ocasión una superación del principio de colegiación y la atribución automática de un comisario por cada Estado-miembro.

A cada uno(a) su electo(a)

En 1995, los británicos, a impulso de Tony Blair, y cediendo a las llamadas de los otros Estados-miembros a favor de la armonización de los sistemas electorales nacionales para las elecciones europeas, aceptaron alinear su sistema electoral sobre el sistema predominante en el continente: el sistema proporcional. Sin ser esta evidentemente la explicación única y última, nos parece difícilmente contestable que la instauración de este sistema tuvo un papel importante en la afirmación del UKIP en Gran Bretaña, de la misma manera que este sistema electoral permitió, desde 1979, al Frente Nacional adquirir una cierta legitimidad y constituirse una sólida base de apoyo.
Si por el contrario se considera que los objetivos primordiales a los que debería responder un sistema electoral europeo son los de una visión clara del elector sobre el resultado (ver a su candidato elegido o derrotado), la comunidad y la proximidad geográfica del elector y el electo (incluyendo la posibilidad para el elector de dirigirse directamente a “su” electo), la plena autonomía del electo (incluso respecto a los partidos) y, a la conclusión de su mandato, la posibilidad para el elector de confirmar o sancionar al electo saliente, hay que constatar que el sistema proporcional en vigor no permite satisfacer estas exigencias, incluso cuando éste está organizado alrededor de macro-regiones, como propone Alain Lamassoure, que ha estado mejor inspirado otras veces.
En un sistema donde el presidente de la Comisión fuese elegido por sufragio universal y no fuese el resultado de una mayoría parlamentaria, los electos europeos tendrían como objetivos principales los de controlar a la Comisión y de realizar, de concierto con el Consejo de los Ministros (es decir el Senado) el trabajo legislativo europeo y representar, en conciencia y con autonomía al conjunto de Europa.
Adoptar, a nivel europeo, el escrutinio mayoritario a una vuelta (sin posibilidad por tanto de “desfogarse” en la primera vuelta) constituiría una verdadera revolución. No desde un punto de vista técnico y jurídico, puesto que se trataría de crear en cada Estado-miembro un número de circunscripciones igual al número de parlamentarios a elegir, estableciendo algunos límites para evitar un” despiece electoral”. Sería una revolución porque ello implicaría un verdadero cambio respecto a una práctica, la del sistema proporcional, expresión de una concepción de la elección basada sobre la conquista y la ocupación del poder en vez del ejercicio de las funciones del gobierno y su control. La ocasión de esta reforma podría ser igualmente el momento de la afirmación de los partidos europeos gracias a la instauración de un mecanismo de inscripción directa al partido europeo, de adhesión a algunos objetivos prioritarios y a un procedimiento de investidura por el partido europeo (y ya no por los partidos nacionales) de los candidatos que quisieran hacer campaña con su símbolo.

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