Los dreamers de Europa | Bélgica

David, a punto de ser expulsado de su país de origen

David, que nació en Francia de progenitores de origen congoleño y se crió en Bruselas, está atrapado en un sinvivir de trámites burocráticos y ahora se enfrenta a ser expulsado a un país en el que nunca ha estado y donde no sería bien recibido. Este es el tercer artículo de la colección sobre jóvenes europeos indocumentados en la época de covid-19, en asociación con Lighthouse Report y The Guardian.

Publicado en 25 septiembre 2020 a las 08:00

En el momento en que David* entró en la sede del Departamento de Inmigración belga para solicitar el asilo, se sintió fuera de lugar. “Miré a mi alrededor y pensé: ‘Estas personas no hablan francés, tuvieron que huir de su país y tienen razones de peso para pedir protección. Se van a reír de mí.’” Los empleados de recepción no se rieron de él, pero sí  “le miraron raro”, afirma David. “Cuando oyeron mi acento y vieron que llevaba el pelo teñido de rubio, creo que pensaron: ‘¿Qué pintas tú aquí?’”

David relata aquel día del año pasado con un acento de Bruselas perfecto. Nació en la periferia de París de progenitores congoleños y llegó a Bélgica cuando todavía era un bebé. Ahora es un muchacho esbelto de 22 años con una seductora sonrisa y unos ojos aterciopelados de los que está bastante orgulloso. Nos encontramos cerca de su residencia, en el barrio universitario de Bruselas, en una soleada tarde de mediados de abril. Ha escogido su vestimenta con cuidado: pantalones pitillo negros desgastados, un polo negro y un par de auriculares inalámbricos blancos: David quiere trabajar en el mundo de la moda.

En enero de 2019, mes en el que David solicitó el asilo, Bélgica recibió 2765 solicitudes, principalmente de palestinos, afganos y sirios. ¿Por qué David, que creció en Bruselas y jamás ha salido de la Unión Europea, tiene que solicitar protección internacional en el que considera su país natal? Porque corre el grave riesgo de ser deportado a la República Democrática del Congo, un país que sus padres abandonaron cuando eran niños con sus padres, refugiados.

Cuando David nació, su madre solo tenía 17 años. Poco después se separó de su padre, que no le reconoció como su hijo. Unos años después, dejó Francia y se mudó a Bruselas, donde estaba viviendo el padre de David. La joven madre soltera encomendó a su hijo a su abuela paterna. “Mi madre quería vivir su vida y mi padre, en esa época, estaba en la cárcel”', cuenta David. “Pero tuve una infancia feliz. Tenía muchos primos, tíos y tías, y a mis amigos del colegio. No tenía ni idea sobre mis problemas de inmigración”.

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Las estimaciones más optimistas predicen que en Bélgica viven entre 100 000 y 150 000 personas indocumentadas. Nadie parece saber cuántos son niños, que ven sus derechos limitados mientras crecen. “Tienen derecho a la educación,” afirma Melanie Zonderman, de Platform for Minors in Exile [plataforma para los menores en el exilio], una red a favor de los derechos de los niños migrantes, “y, como los adultos indocumentados, poseen el derecho a recibir asistencia médica de urgencia”. Nada más.

En Bélgica, como en cualquier país europeo, los pasos para obtener un estatus legal son confusos y difíciles, sobre todo para un niño. De acuerdo con el artículo 9bis de la ley de inmigración de Bélgica, los menores de edad pueden solicitar permisos humanitarios para permanecer en Bélgica, pero su concesión depende de un proceso de decisión opaco del Departamento de Inmigración, que no explica los criterios para conseguirlo. El proceso puede durar años, cuesta 358 euros (para los niños es gratis), y mientras tanto los niños corren el riesgo de ser expulsados.

Alessia Capasso

La situación de David era complicada. Su mejor opción parecía ser la “reunificación familiar” con un progenitor que viviese de forma legal en el país. Sin embargo, su madre, que sufría problemas psicológicos y adicciones, no había renovado su permiso de residencia. Su padre, que salió de la cárcel cuando David tenía unos 10 años, aún no lo había reconocido como suyo.

Cuando se acercaba el 18 cumpleaños de David, su padre por fin accedió a hacerse una prueba de paternidad. Cuando tenía 16 años, David recibió un permiso de cinco años basado en la “reunificación” con su padre. Dos años después, le informaron de que habían cometido un error: como era hijo de un refugiado y no de un ciudadano belga, solo reunía los criterios para un permiso anual renovable, que se convertiría en permanente en cinco años. David se sintió afectado, pero se dijo a sí mismo que solo tenía que esperar algunos años más.

Después, hizo algo que lo echó todo a perder: salir del armario. “Cuando mi padre salió de la cárcel, pronto se dio cuenta de que no era el hijo que él hubiera querido”, dijo David. “Siempre he sido afeminado, y empezó a hacer comentarios: ‘¿Por qué se comporta así? ¿Por qué baila como una chica?’ Y yo pensé: ‘Apenas te conozco y tú pretendes cambiarme… Ni hablar’” Durante su adolescencia, David sintió que tenía una doble personalidad: “En el colegio era extrovertido, sociable y estaba siempre de buen humor, pero en casa estaba callado, casi amargado”.

“Por cierto, ¡soy gay!”

Un día de enero de 2018, “estaba discutiendo con mi padre por teléfono, y se lo solté de golpe: ‘Por cierto, ¡soy gay!’ Me colgó. Mandé un mensaje a todos mis parientes para contárselo y me puse a hacer las maletas”. En los meses siguientes, David se sintió aliviado (“Empecé a ir maquillado al colegio”, me cuenta). Pero después llegó octubre, y con ello la renovación del permiso de residencia. Uno de los requisitos debía ser que el padre de David viviera con su hijo y que contase con una fuente de ingresos estable. “Cuando el empleado del ayuntamiento me pidió la nómina de mi padre, me di cuenta de la situación”, afirma. “Le dije que ya no me hablaba con él”. De nuevo, David estaba indocumentado.

Intentó solicitar un permiso de acuerdo al artículo 9bis, pero su abogado supuestamente gratuito, resultó no serlo: “No dejaba de pedirme dinero.” La ausencia de criterios transparentes también hizo el proceso muy arriesgado. Fue a Francia, su país de nacimiento, para ver si podía conseguir allí los papeles, pero no cumplía los requisitos de las leyes de nacionalidad francesa.

Hasta hace poco, a muchas familias con hijos se les rechazaba el “9bis” o el asilo, afirma Selma Benkhelifa, una conocida abogada y activista de Progress Lawyers Network [red de abogados de progreso]: “Ni siquiera se tenía en cuenta a los menores en las decisiones. Literalmente, formaban parte del equipaje de sus padres.” Por lo tanto, los abogados empezaron a cumplimentar solicitudes de asilo independientes para los niños, argumentando que devolverlos a países que apenas conocían tras haber pasado la infancia o adolescencia en Bélgica, no solo sería imposible, sino que también les haría correr muchos riesgos.

Siguiendo el consejo de Benkhelifa, David decidió solicitar el asilo basándose en la persecución a la que se tendría que enfrentar en la RDC debido a su sexualidad. Robin Bronlet, un compañero de Benkhelifa, mira el caso de David con optimismo. No obstante, destaca lo absurda que es la ley por la que los niños heredan la nacionalidad de sus padres. “Como abogados de inmigración, nuestro deber es identificar los riesgos a los que David se enfrentaría si ‘volviese’ a la RDC, su ‘país de origen’, aunque David haya nacido en Europa y nunca haya pisado África.”

“Para mí fue una extensión de todo lo que he tenido que vivir desde que entré en el sistema de asilo. No hay ni un ápice de humanidad. Lo único que ven en ti es un sans-papiers”.

Hoy en día, hay niños indocumentados dispersados por toda Bélgica. Algunos aparecen en las noticias cuando de repente desaparecen del colegio, son detenidos o, a veces, expulsados. Pero, como David, la mayoría se guarda sus preocupaciones para sí y se relacionan con sus compañeros de clase, esperando un milagro.

Ninguno de los mejores amigos del colegio sabe que David ha perdido su permiso de residencia y que ha solicitado el asilo. “Si se lo contase, se preocuparían y todo sería muy estresante”, dice, “y no quiero dar pena.” Desde que se fue de casa de su abuela, David ha deambulado mucho. Se quedó en casa de unos amigos e incluso pasó varias noches en un hotel cuando no tenía ningún otro sitio al que ir. En septiembre de 2019, se mudó a un piso compartido con otros tres solicitantes de asilo gays gracias a Le Refuge [el refugio], una organización que apoya a jóvenes LGBTQI+ solos.

A finales de 2019, la madre de David fue arrestada tras un control de identidad, y fue trasladada al único Centro de Internamiento de Extranjeros para mujeres en Holsbeek. Sigue distanciado de su padre y abuela, pero su madre aceptó su homosexualidad. Antes de que las autoridades belgas se viesen obligadas a liberar a la mitad de inmigrantes detenidos debido a la pandemia del coronavirus, su madre pasó seis meses detenida. David la visitó varias veces. “Para mí fue una extensión de todo lo que he tenido que vivir desde que entré en el sistema de asilo”, cuenta. “No hay ni un ápice de humanidad. Lo único que ven en ti es un sans-papiers [sin papeles]”.

Actualmente, David espera con impaciencia su entrevista con las autoridades de asilo. “Todo se ha ralentizado por el coronavirus, pero estoy harto de esperar. Me siento estancado”, afirma. Y sin embargo, David está planeando su futuro. Quiere crear un canal de Youtube para dar consejos sobre maquillaje, moda, pelucas y sobre “cómo fortalecer la confianza de los jóvenes LGBT”. Ahora que las restricciones por el coronavirus se han relajado, empezará a buscar trabajo para ahorrar y poder matricularse en la escuela de moda. “¿Me creerán las autoridades de asilo?”, se pregunta. “Les contaré la verdad. Si no les vale, mala suerte, y si es suficiente, pues mejor. Solo quiero acabar con esto”.

*Se ha utilizado un nombre falso para proteger su identidad.

Este artículo es parte de la serie Europe Dreamers, en colaboración con Lighthouse Reports y el Guardian. Revise los otros artículos de la serie aquí.

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