Hormigón gris, vidrio afilado, acero helado. Desde el punto de vista arquitectónico, la sede del Banco Europeo de Inversiones (BEI) en Kirchberg (Luxemburgo) tiene un aspecto bastante frío y poco inspirador.
Un edificio bajo, cruciforme y un evidente monumento a la inexpugnabilidad flanqueado por un «invernadero», una ampliación reciente conocida por convertirse en transparente por la noche: el ambiente es tan entrañable bajo la llovizna del Gran Ducado como un apacible búnker incongruentemente animado por el trozo desmantelado de una terminal de aeropuerto.
Sin embargo, allí reside y actúa el «brazo prestamista de la Unión Europea»; una institución algo oscura (para la mayoría), pero una institución poderosa y cuyas decisiones, a discreción de unos pocos, afectan a la vida de muchos, en Europa y fuera de ella, ya que inyecta decenas de miles de millones de euros cada año en la economía.
Activo clave del arsenal financiero de la Unión Europea –y, entre bastidores, zona cero de las rivalidades políticas entre los Estados miembros (y sus accionistas), quienes compiten por el poder prestamista (77 000 millones de euros en 2020, fuente: BEI)–, la primera misión del banco es financiar proyectos infraestructurales en Europa, al mismo tiempo que reservar, cada año, una parte para operaciones en el extranjero (mandato de préstamo exterior (MPE)).
¿Cómo funciona?
En pocas palabras, el BEI –gracias al crédito que poseen sus accionistas– puede pedir préstamos al mercado de valores a bajo coste, y además, está respaldado por una garantía de la UE en la mayoría de los casos, lo que permite renunciar a las primas de riesgo de sus tipos de interés.
Los países receptores, por su parte, buscan la oportunidad de pedir préstamos a bajo interés,…