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La guerra de Ucrania abre la herida del pasado soviético de Estonia

Para el historiador estonio Aro Velmet, la guerra de Ucrania ha revivido las tensiones sin resolver entre la antigua república Soviética y el antiguo poder colonial; empezando por el lugar que ocupa la minoría rusa del país en la sociedad.

Publicado en 7 julio 2022 a las 12:40

Cuando empezó la guerra, yo no podía estar más lejos de Ucrania. El 24 de febrero, momento en que Vladímir Putin anunció su "operación militar especial", mi país natal, Estonia, estaba celebrando 104 años de independencia, y yo estaba dando una clase de historia sobre los movimientos apocalípticos en Los Ángeles, a 10 000 km de Ucrania. La distancia entre Tallin y Kiev es diez veces menor.

Menuda diferencia hacen 9000 km. Un amigo me contó que le era imposible dormir porque no podía dejar de mirar el móvil para ver las últimas noticias sobre el frente. Otro amigo hacía acopio de comida enlatada y combustible para generadores. Unos parientes míos, una pareja con dos niños pequeños, sopesaban adónde deberían huir si las cosas se ponen feas. "No creo que Putin vaya a invadirnos, pero no perdemos nada estando preparados": este era el sentimiento general en aquel momento. Yo mismo me lo planteé de manera similar. Seguro que todos exageraban; pero, claro, también decían eso antes del 24 de febrero.

Estando en Los Ángeles, Ucrania era, a mi pesar, mucho más fácil de compartimentar. No había tanta gente que tuviese lazos personales con la zona; las noticias de la guerra rápidamente se vieron eclipsadas por debates sobre el aumento de los precios de los combustibles y el giro a la derecha del Tribunal Supremo. Todo ello mientras los intentos de encontrar sentido a esta crisis se confundían con insinuaciones de que esta guerra era producto de las extralimitaciones de la OTAN y, por lo tanto, como siempre ocurre en este país narcisista, todo acabó girando alrededor de Estados Unidos. 

De vez en cuando, alguien me recordaba que al fin y al cabo Los Ángeles seguía formando parte de este mundo. Un estudiante me contó que en la empresa de videojuegos indie en la que trabajaba había un diseñador ucraniano. Este había incumplido varios plazos últimamente: trabajaba desde Járkov, y las sirenas antiaéreas le interrumpían constantemente.

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Para cuando volví a Estonia a principios de mayo, la guerra ya formaba parte de la vida cotidiana de la mayoría de mis conocidos. El pánico inicial a una posible invasión de los países bálticos por parte de Rusia se había remplazado por una solemne motivación de apoyar a los ucranianos en casa y en el extranjero. Hasta ahora, Estonia ha recibido más de 40 000 refugiados. Es una cifra similar a los del Reino Unido, que tiene una población cincuenta veces mayor que Estonia, o una proporción de más de 300 por cada 10 000 habitantes. 

El centro cultural situado en frente de mi casa se convirtió en un centro de voluntarios, donde la gente recibía y ordenaba las donaciones que iban recibiendo. Un amigo enviaba mails para pedir ayuda con el envío de combustible a unos refugiados que había alojado en un apartamento libre. Otro organizaba envíos de material médico para el frente. Todos seguían sin poder dormir por no poder dejar de mirar las noticias.

A nivel político, la guerra hizo resurgir tensiones que algunos pensaban que habían desaparecido hace mucho, e hizo claramente visibles otras muchas. 

Un político conservador, que hace unos años se opuso categóricamente a las políticas de reasentamiento de la UE durante la crisis de refugiados sirios, ahora proclamaba que los Estados de Europa del Este no podrían asumir solos la afluencia de refugiados y pedía más solidaridad por parte de los miembros del oeste de la Unión. Me recordó al antiguo término chutzpah, definido por Leo Rosten: "dícese de la cualidad que posee un hombre que, habiendo matado a su madre y a su padre, pide misericordia al tribunal porque es huérfano". 

Tras un breve y atípico periodo de silencio por parte de la extrema derecha, el Partido Popular Conservador intentó utilizar el típico argumento de "los inmigrantes vienen a quitarnos el trabajo" pero, hasta ahora, parece que ha caído en saco roto. Quizás no es tan sorprendente. De repente, parece que los medios convencionales estonios han perdido el interés en la moral y ponen el grito en el cielo porque los refugiados llegan a Estonia con teléfonos carísimos (también conocidos como smartphones normales y corrientes), y se preguntan si podrían estar trayendo enfermedades exóticas o si sus valores son compatibles con la cultura estonia. La crisis ucraniana ha hecho patente que la histeria racista alrededor de los refugiados nunca ha sido un fenómeno solo propio de la extrema derecha. Los medios de comunicación convencionales y el centro político también comparten este miedo. 


La guerra hizo resurgir tensiones que algunos pensaban que habían desaparecido hace mucho, e hizo claramente visibles otras muchas


Hace poco, varias organizaciones de derechos humanos se manifestaron en contra de un proyecto de ley que permitiría expulsar a personas en la frontera sin tramitar sus peticiones de asilo "en caso de periodo de emergencia o de amenaza a la seguridad nacional". Eero Janson, el director del Consejo estonio para los refugiados, ha calificado al proyecto de ley como "una clara violación de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, del Convenio Europeo de Derechos Humanos, y por descontado, del Derecho de la Unión". La guerra de Ucrania ha cambiado la política estonia menos de lo que uno habría esperado.

La cuestión de la minoría rusa en Estonia ha resultado ser igual de tóxica en términos políticos. Desde los primeros días de la guerra, la crisis ha beneficiado a las fuerzas políticas (sobre todo de la derecha) que llevaban años advirtiendo sobre la amenaza del "oso ruso". Envalentonados por esta justificación, ahora han pasado a la ofensiva contra todo tipo de cuestiones. Esto no contribuy…

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