Václav Havel en Praga, en marzo de 1987.

Vaclav Havel, ni un ángel, ni un Dios

El expresidente checo no buscó el poder por el poder. Pero con la caída del comunismo hace 22 años, se convirtió en una figura indispensable para su país. El tributo del diario praguense Hospodářské noviny tras su fallecimiento el 18 de diciembre.

Publicado en 19 diciembre 2011 a las 15:32
Václav Havel en Praga, en marzo de 1987.

La entrevista se titulaba “Un lugar al que nunca iré" y apareció en el diario samizdat (copia y distribución clandestina prohibida por el régimen soviético) Sport, el predecesor del actual Respekt. Tenía lugar en septiembre de 1989, justo después de que Polonia celebrara sus primeras elecciones libres en junio y de que los alemanes del Este condujeran sus coches Trabant por complicadas carreteras hacia un nuevo futuro…

Y en una Praga gris repleta de andamios, un hombre de cincuenta y tres años que acababa de salir de otra temporada en prisión sólo unos meses antes, se reconciliaba poco a poco con la realidad de que probablemente pasaría los próximos años de su vida de un modo un tanto distinto a lo que hubiera deseado.

En esa entrevista, realizada por el periodista Ivan Lamper, Vaclav Havel, el líder checoslovaco de la oposición, se esforzaba por explicar que en realidad no tenía ningún deseo de convertirse en político profesional.

"Nosotros no somos los que elegimos la política, la política nos ha elegido a nosotros. Y lo que hacemos, lo hacemos para llegar a un orden que nos evite tener que dedicarnos a la política”, afirmó Havel, citando a su amigo Adam Michnik.

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"No soy un ángel ni tampoco Dios y no tengo capacidades sobrehumanas, ni el poder de Heráclito. No cambiaré a esta nación.... Simplemente estoy dispuesto a servirle el tiempo que pueda (...)".

“Deben imperar la verdad y el amor”

Tres meses más tarde se convirtió en presidente y sirvió a la nación "en esto y lo otro" otros veintidós años, hasta ayer. Y estamos seguros de que seguirá haciéndolo.

A finales de 1989, nadie podía prever lo que nos esperaba. Un país en decadencia, en el que casualmente aún había más de siete mil soldados soviéticos, se enfrentaba a una metamorfosis en su civilización que afectaría a todos.

El espíritu eufórico de este tiempo lo expresó Vaclav Havel con su famoso lema "La verdad y el amor deben prevalecer sobre las mentiras y el odio" que, al parecer, una importante parte de la sociedad asumió como la garantía personal del triunfo esperado.

Debemos recordar otra de las declaraciones de Havel de esa época, ya que está estrechamente relacionada con la anterior. Fue su promesa de que lideraría el país hasta sus elecciones libres en junio de 1990 y que luego volvería a la escritura.

Para los críticos de Havel, fue la prueba evidente de su hipocresía, ya que seguía siendo presidente, tras una breve pausa, la segunda mitad de 1992, cuando Checoslovaquia se venía abajo. Siguió siendo presidente durante trece años, durante los cuales el combate del amor y la verdad contra las mentiras y el odio no se desarrolló como se había esperado.

El “efecto Havel"

El problema es que no tenemos ni idea de cuál sería la situación actual si Vaclav Havel no hubiera asumido esta responsabilidad y si después del verano de 1990, o quizás tras la fundación de la República Checa, hubiera comenzado a disfrutar plenamente de su papel natural de estrella intelectual global.

Sin embargo, Havel dedicó sus dones individuales a servir no sólo a su país, sino a toda la Europa postcomunista. Aunque tuvo que revisar muchas de sus ideas originales (la disolución total de todos los pactos militares, por ejemplo) pues algunas demostraron ser cuanto menos ingenuas, ante los ojos del mundo fue él quien devolvió a toda la región un equilibrio civilizado.

Por supuesto que en esos comienzos existía una cierta fascinación exótica por el presidente del rock and roll, que en su nueva función se negó a cambiar sus costumbres o sus amigos. Pero si hubiera sido sólo eso, el “efecto Havel" se habría desvanecido poco después de 1990, cuando George Bush, el Dalai Lama, Margaret Thatcher, los Rolling Stones, el Papa y François Mitterrand le visitaron sucesivamente en Praga.

Pero no se desvaneció. Vaclav Havel se convirtió en la garantía de que esta parte del mundo merece que la tomen en serio y de que además merece ayuda. Tal y como expresó ayer con acierto Madeleine Albright entre la multitud de condolencias procedentes de todo el mundo: “Para los estadounidenses, Vaclav Havel era la prueba de que los pueblos de Europa Central querían pertenecer a Occidente".

Cuando en la primavera de 1997 Havel se preguntó si debía presentarse una última vez a la presidencia, no había pasado ni medio año tras haberse sometido a una complicada operación de pulmón. Tenía todo el derecho a retirarse del ambiente cada vez más complicado que imperaba en el país, una nación que llegaba al fin de su "milagro económico" así como al fin de una era a la que se le asociaba simbólicamente.

Pero aún así, volvió a aceptar el reto y en su último mandato el país entró en la OTAN y en la Unión Europa por la puerta principal.

Moralidad, conciencia y responsibilidad

Los checos simplemente le necesitaban, aunque su popularidad en el país, a diferencia de su estatus internacional, disminuía gradualmente y al final de su mandato hace nueve años, obtenía aproximadamente el cuarenta por ciento de apoyo en las encuestas.

Probablemente porque, tal y como dijo de sí mismo en Sport, Vaclav Havel no era ni un ángel ni Dios y sabía que la nación no cambiaría.

Por todo ello, siempre hizo exactamente lo que pensó que era lo correcto. Hablaba constantemente de aspectos que no eran precisamente agradables de escuchar, sobre todo después de estar años escuchándolos una y otra vez: la ética, la conciencia, la responsabilidad, pero también el racismo y la corrupción, cuyos peligros reconoció rápidamente a principios de los años noventa.

Y lo hizo siendo plenamente consciente del riesgo de que la gente midiera sus palabras según sus propias experiencias y lo que él mismo haría. Al parecer, un enfrentamiento entre la autoridad moral y la política en el mundo real no puede acabar sin un cierto desencanto.

La verdad y el amor no han prevalecido sobre las mentiras y el odio, pero no hay duda de que todo lo que hizo o dijo Vaclav Havel surgió de su más profunda convicción de que esa era la única vía para avanzar. Independientemente de lo que la mayoría pudiera pensar sobre ello.

Literatura

Havel, el dramaturgo inimitable

Los tributos que se acumulan en torno a la figura del antiguo disidente y jefe de Estado son muy numerosos. Pero Havel también fue “el último dramaturgo verdaderamente internacional que hemos tenido en los últimos sesenta años”, recuerda Jana Machalická. La crítica literaria de Lidové noviny rememora cómo en la década de los setenta los comunistas hicieron todo lo posible para "borrar del mapa" a Havel como dramaturgo. Fue en vano.

Cuando a finales de los ochenta, sus obras – Fiesta en el jardín (1963), Audiencia (1975), La inauguración (1975), y Largo desolato (1984) – empezaron tímidamente a representarse en los teatros, y no sólo en apartamentos-teatro clandestinos, “fue la señal de que el régimen estaba en las últimas", apunta Jana Machalická. Y cuando éste cayó, todos los teatros querían tener a Havel en cartel y “había tortas para conseguir entradas para los estrenos”.

“Su estilo es inimitable, y aún así siempre diferente, irritante y lleno de misticismos”, describe la crítica. A través del empleo de una “poética especial que vincula lo grotesco con el teatro de lo absurdo, las obras de Havel llegan al fondo de los temas que trata... la filosofía de Havel”, sin embargo, “no puede entenderse sin la conciencia de su obra dramática”. Su última pieza, la que quería titular Sanatorio, está inacabada.

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