El fin de las ideologías

En un mundo en el que la crisis cuestiona los modelos económicos y los relatos históricos, parece que no puede surgir ninguna utopía alternativa. Pero ante la pérdida de confianza en la política, no surgirá ningún Lenin ni ningún Hitler, sino únicamente políticos sin grandeza, señala un cronista polaco.

Publicado en 15 marzo 2012 a las 15:41

Los indignados no llegan a ofrecer un concepto preciso sobre la nueva economía, la nueva sociedad o incluso el nuevo hombre, que supuestamente tendrían que sustituir a los del antiguo régimen. Todas las terapias planteadas parecen parciales, ninguna inspira la confianza suficiente para podernos fiar totalmente de ellas.

Después de 1917, Rusia encontró su fórmula mágica: dejar todo el poder en manos de los comisarios políticos y del partido único, nacionalizar sin ton ni son. En 1932, Estados Unidos prefirió el llamado New Deal: más Estado y encargos públicos para reactivar la economía. En 1933, Alemania aplicó una lógica similar, con el objetivo añadido de la guerra: invadir a los enemigos y redistribuir las riquezas a los suyos, con el armamento que hace que la economía funcione y las conquistas que rentabilizan los costes.

Un Reich, una nación, un jefe supremo... Después de 1945, tampoco fue difícil encontrar nuevos mantras. En el Este, las frases que se escuchaban eran: nacionalización, una industria pesada, una planificación económica centralizada, el individuo no es nada, el partido lo es todo. En el Oeste, se repetía: aproveche las ayudas, cree comunidades con sus antiguos enemigos, instaure una economía social de mercado, cuide del pluralismo y del mercado libre, pero no deje de controlarlo, no dude en imponer tributos para financiar las prestaciones sociales que garantizarán el equilibrio social.

Este modelo de pensamiento demostró ser eficaz en Europa, garantizó la prosperidad y las libertades individuales de las que se beneficiaron todas las ideologías surgidas de la tradición del siglo XIX: el liberalismo, el conservadurismo, el socialismo. En la década de los 70, el Estado del bienestar, en su forma social-demócrata o demócrata-cristiana, era el modelo absoluto para los habitantes de los países del "socialismo real".

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Retórica religiosa

Actualmente, este modelo ya no funciona. La economía se basa en confiar en sus normas, en el hecho de que el valor de una mercancía se puede traducir, gracias al dinero, en otra mercancía. Antes de la crisis, los principales actores de los mercados financieros se fiaron de las tecnologías de vanguardia, que supuestamente reducirían al mínimo la probabilidad de un hundimiento.

Cuando llegó el desplome, citaron a los estoicos, diciendo que el futuro es imprevisible y acudieron a los Gobiernos para obtener ayuda. Por su parte, los ciudadanos indignados, se refugiaron en la retórica religiosa, censurando la codicia y la avaricia, uno de los pecados capitales del cristianismo, y exigieron arrepentimiento.

Ya no es posible volver a los modelos probados del pasado. Tampoco existe una respuesta sencilla. Las ideologías clásicas han perdido su poder de persuasión. Como es evidente, podemos seguir defendiendo la tesis de que el advenimiento de la era post-ideológica no es sino una manifestación de la supuesta ideología neoliberal dominante, que habría confundido a sabiendas las diferencias entre la izquierda y la derecha, entre el socialismo y el conservadurismo, para asentar mejor su hegemonía. No obstante, es necesario admitir el sentimiento tan extendido hoy de que no son las ideologías las que hacen girar la rueda de la Historia, sino factores totalmente distintos, es decir, los mercados.

Debilitamiento de los partidos tradicionales

Las ideologías tradicionales han surgido de la certeza procedente de la Ilustración de que el mundo es una materia moldeable por el hombre, según su voluntad y los planes racionales. Sin embargo, para que la gente defienda un proyecto, es necesario basarlo en un concepto que apasione, en una historia casi bíblica de la expulsión del paraíso y de la entrada a la tierra prometida. Para los conservadores, sería el regreso a la edad de oro.

Para los marxistas, la sociedad sin clases. Para un nacionalista, un Estado nacional solidario. Para un liberal, un reino de libertad. Los intelectuales, creadores tradicionales de la ideología, no creen en la existencia de un factor impulsor poderoso capaz de elevar los fundamentos del mundo.

Pero esto tampoco significa que haya llegado el fin. El fin de la ideología evidentemente no es el fin de la política. Ésta sigue su camino, aunque le falte el aliento. Los partidos ideológicos tradicionales, como los cristiano-demócratas, los social-demócratas, los liberales y los conservadores pierden fuerza. La erosión de la ideología debilita la adhesión política. Falta la aceptación misma del sistema de partidos en un contexto en el que a los partidos políticos les cuesta diferenciarse y donde todas las diferencias parecen escenificarse de forma artificial, con lo que lo único que se logra es alimentar el narcisismo de los actores principales.

El vencedor es el político populista enfurecido, sin ningún proyecto, sin ninguna visión de futuro. Además es consciente de que a sus electores ya no les importa. En los movimientos ideológicos antiguos, la ira se concentraba y los resentimientos podían dar lugar fácilmente a un etos colectivo. El populismo actual tan sólo es una forma para dar rienda suelta a frustraciones y tensiones. Genera motines y destrucción, pero nada más. De él no surgirá ningún Lenin, Stalin o Hitler.

Si recordamos todas las catástrofes engendradas por la era ideológica del siglo XX, claramente no estamos en la peor de las situaciones. Pero tampoco en la mejor, ya que la crisis ideológica viene acompañada de una crisis fundamental de la confianza en la política. Los cambios de personas parecen aleatorios. Es cierto que el juego político no lleva a la cumbre del Estado a unos tiranos, pero tampoco genera hombres de Estado.

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