Tony Blair en 2006 (AFP)

Blair, cegado por las Luces

Ante la Comisión Chilcot, Tony Blair reconoció no lamentar su decisión de entrar en la guerra de Irak. Bruce Anderson sostiene en The Independent que tomó esa decisión movido por una ilusión típica del pensamiento ilustrado, a saber, que es posible reinventar el mundo y la naturaleza humana a imagen de Occidente.

Publicado en 1 febrero 2010 a las 16:09
Tony Blair en 2006 (AFP)

Tony Blair posee un talento digno de Shakespeare para evocar grandes horizontes en un escenario pequeño. En la investigación sobre Irak, nos invitó a interpretar sus acciones en el contexto más amplio posible, es decir, a que dejáramos de leer la letra pequeña y juzgáramos sus intenciones en función de sus ambiciones globales. Pero incluso si aceptáramos su invitación, tampoco quedaría convertido en ningún Enrique V. Lo que obtendríamos sería más bien la “Tragedia de Tony Blair”, parte de una serie que comienza con la “Tragedia de Occidente en Oriente Medio” y que podría terminar con la “Tragedia de la Especie Humana”.

Los grandes Estados modernos poseen un gran potencial militar, pero el aumento de la capacidad de combate no se ha visto acompañado de una mayor sabiduría en la planificación de la guerra. Comenzar guerras es fácil; llevarlas a un final satisfactorio es harto más difícil. Hoy, Occidente es tan poderoso que puede alterar el destino de otros países y continentes. Sin embargo, es vital que considere las consecuencias antes de hacerlo. Ese fue el verdadero error en Irak.

Las consecuencias del choque de civilizaciones

Cualquiera que haya estudiado la historia del siglo XX habría reconocido el error. La Primera Guerra Mundial terminó con el Imperio Otomano y creó un vacío estratégico en Oriente Medio. Eso no se hizo evidente en un primer momento, pues la mayor parte de la región estaba inmersa en el último acto del imperialismo europeo. La Segunda Guerra Mundial puso fin al capítulo, pero nadie se preocupó de desarrollar un nuevo modelo. Reinaba el convencimiento generalizado de que se podía seguir gestionando Oriente Medio a través de una red de gobiernos amigos.

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Habría bastado con que un estadista occidental con visión de futuro hubiera llegado a una conclusión distinta y reorientado nuestra diplomacia hacia fuerzas aparentemente menos amistosas. Los nasseritas, los baasistas, cualquier variante del nacionalismo árabe: casi todos son anti-occidentales por instinto, pero sus planes para el futuro de sus países no eran en ningún caso fundamentalmente incompatibles con una formulación razonable de los intereses occidentales. Y allí donde los árabes hubieran querido modernizarse, deberíamos haber promovido la modernización adecuada. Pero no fue eso lo que ocurrió. Luego vino el 11 de septiembre y extendió la idea de que nos encontrábamos ante un choque de civilizaciones. George Bush preguntó por qué nos odiaban. Los “neocons” ofrecieron una respuesta: porque muchos de ellos viven en Estados fallidos, bajo el yugo de la opresión. Ofrezcámosles democracia y libertad y todo se arreglará.

Desde la Ilustración, los intelectuales se han dejado seducir muchas veces por la ilusión de que es posible reinventar la naturaleza humana y que las ciencias políticas pueden resolver problemas con la misma precisión matemática que las ciencias naturales. El marxismo fue la más persistente de estas fantasías, aunque el fascismo y el apartheid también merecen una deshonrosa mención en este capítulo. Sólo un proyecto ilustrado funcionó: los Estados Unidos. Tenía a su favor que sus teóricos no estaban en una torre de marfil. Los hombres que escribieron la Constitución también tenían que bregar con la realidad del gobierno.

Lamentable héroe trágico

En Irak se pasó por alto esa realidad. Entra Tony Blair, el héroe trágico que cayó por causa de sus cualidades positivas. Fue a Irak movido por el idealismo y la grandeza de miras. Convencido de que había una verdad moral superior, creía poder ignorar todas las cuestiones de importancia menor. Por encima de todo, creía poder dirigir la guerra desde el sofá, creía poder ahorrarse cualquier conversación con nadie que pudiera haber sugerido un análisis de escenarios negativos posibles. Una vez se hubo convencido a sí mismo, se alejó de todo lo que pudiera haber amenazado sus certezas. Todavía es posible que Irak salga adelante, pero mucho más lentamente de lo que habría podido hacerlo, y no lo suficiente para reducir la producción de jóvenes resentidos de orientación islamista o de regímenes hostiles —para quienes Palestina es como un dolor de muelas—.

La amenaza es cada vez mayor, mientras que la confianza de Occidente cada vez menor. Tal vez Sadam no tuviera armas de destrucción masiva, pero ¿cuánto tardarán los terroristas en conseguirlas? Justo cuando necesitamos un gobierno fuerte, Tony Blair ha socavado la confianza popular. Esperemos que no tenga que defenderse algún día ante la sublime “Comisión Ángel Gabriel” —otros miembros: Bismarck, Saladino, Talleyrand y la señora Thatcher— dirigida a investigar los errores que llevaron a la Tercera Guerra Mundial.

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