Alemania atraviesa su crisis de política exterior más grave desde hace décadas. Pocos son los que se han dado cuenta, pero la crisis ha aislado a Alemania en Europa, tanto como nunca lo había estado en mucho tiempo. Esta vez, se presenta como potencia monetaria.
Ha creado instituciones que supuestamente debían reconciliar al país dominante del continente europeo con sus vecinos. Pero, de hecho, la vuelven a ver como el país que imparte lecciones y que lo decide todo.
Grecia, la primera pieza del dominó
Y ahora, es evidente a ojos de todos que el euro permite a Alemania beneficiarse, sin comparación posible con los demás países, del mercado común. Con unos salarios inferiores, mejor rendimiento y una calidad superior, domina las exportaciones europeas y crea de esta forma unas dependencias que las economías menos poderosas son incapaces de compensar. Alemania vive la vida de los camellos, y los toxicómanos conducen Mercedes o BMW. Las obligaciones de Estado –griegas, por ejemplo- se suscriben con prioridad, incluso por los bancos alemanes.
Grecia es hoy la primera ficha de dominó que amenaza con derrumbarse, bajo la presión de un lastre doble –la crisis económica mundial y sus insuficiencias internas, agravadas por travesuras de cualquier índole. También Portugal y España amenazan con derrumbarse. Pero Alemania se ha mostrado insensible a su suerte. Estos países no deben esperar ninguna ayuda por nuestra parte, dijo la “canciller de hierro”. A su juicio, no puede haber ninguna perecuación financiera en Europa, porque las reglas del juego no lo permiten.
El trabajo de generaciones enteras, en peligro
Quien quiera entender el desastre europeo debe estudiar esas reglas. Éstas no se escribieron para resistir a las múltiples estocadas de la crisis económica mundial, a los déficits abismales y a los fraudes. No contemplan la posibilidad de una eventual bancarrota de un Estado. Fueron concebidas para que Alemania fuese la primera potencia económica del continente, el servidor de todas las economías europeas. Los diseñadores de estas reglas no pensaron que una moneda común también implicaba una política económica y presupuestaria común. Solo, el mercado interior no puede asegurar el equilibrio necesario.
Si este mercado se viniera abajo, o incluso si se abandonara la moneda única, toda la obra política de varias generaciones –la Unión Europea- estaría amenazada. ¿Debe Angela Merkel mostrar mano dura con Grecia, infringir todas las reglas, hacer peligrar el euro, invitar a los especuladores a tomar España o Portugal? ¿Y provocar por encima de todo una tormenta en el escenario político alemán, en un momento crucial en el que la oposición exige saber si, a falta de unas semanas para las elecciones al parlamento regional de Renania del norte-Westfalia, si el contribuyente alemán tendrá que financiar además los decimoterceros y decimocuartos meses de los griegos? ¿Debe incitar a los detractores del euro a presentar un recurso de inconstitucionalidad, una oportunidad que esperan los enemigos de la moneda única desde hace ya diez años?
Merkel le debe un favor a Sarkozy
En otras palabras, Angela Merkel se ha tenido que preguntar si quería poner en peligro el instrumento de política exterior más preciado para Berlín, esto es, la Unión Europea. O si, por el contrario, quería respetar las reglas del juego, mantener la cabeza fría en medio del fuego de las críticas e imponer a Europa una de sus virtudes germánicas más temidas, la disciplina.
Angela Merkel ha sabido mantener la cabeza fría, con la ayuda del presidente francés Nicolas Sarkozy. El jefe de Estado francés, a quien no le hubiera importado desembolsar unos euros a título excepcional, se dejó convencer por Angela Merkel y seguirá la disciplina alemana. Apenas unas semanas después de la entrada en vigor del tratado de Lisboa, Europa tiene ante sí un nuevo desafío, y de gran importancia.