El endeudamiento es una hipoteca sobre el futuro. Por eso la austeridad constituye el alfa y el omega de una política cuyo objetivo es la supervivencia de esta asociación de Estados, a iguales partes flexible y exigente, que hemos decidido, quizá con mucha premura, bautizar como "Unión" Europea. En algunos países de la UE, esta prioridad se considera un diktat de Alemania. Lo cual resulta infundado.
Y sin embargo hay que reconocer que la nueva política de austeridad europea no se llevará a la práctica sin generar estragos. A pesar de los bonitos discursos sobre la Europa federal y de su estructura supuestamente subsidiaria, la realidad es que el interés general de la Unión puede pesar fuertemente sobre la soberanía, y no únicamente en este momento de crisis financiera. Tanto el nuevo Gobierno griego como el italiano nunca hubiesen resultado electos sin la presión de la UE. Pero mientras los Estados europeos no hayan interiorizado que la UE es una comunidad, los ciudadanos asumirán, y no sin razón, que dichas medidas significan ponerse bajo su tutela y que implican una pérdida de sus poderes. Hay quienes pueden verlo como una buena noticia.
Un país europeo, autorizado prematuramente a adherirse a la Unión sin ofrecer las condiciones de estabilidad necesarias, sirve actualmente como ejemplo: Rumanía. Allí, una pugna causa estragos entre las camarillas herederas de la era socialista, representadas por el primer ministro, Victor Ponta, y los conservadores en torno a Traian Basescu, el expresidente suspendido por el Parlamento, que tampoco pueden ser considerados como modelos. En una Rumanía devorada por la corrupción, las distintas fuerzas políticas consideran el Estado como su propia presa. Y quienes, como la exministra de Justicia, la valiente Monica Macovei, desean poner fin a esa situación, carecen de los útiles necesarios para hacerlo.
La otra cara de la moneda
En este caso, las esperanzas puestas en la integración de Rumanía en la UE y en la prohibición que ésta ha realizado de todo tipo de prevaricación. Los partidarios de la democracia en Rumanía cuentan a su favor con que, aunque la capacidad de intervención de la UE consta por escrito, sin ella aún estarían más aislados de lo que están hoy en día. Esa es toda la ventaja de pertenecer a la UE. La otra cara de la moneda es que la autoridad que aplica el Estado de derecho no emana del propio Estado (lo que en un sentido tampoco es ya necesario). El patrocinio bienintencionado de la UE puede que imponga ciertas normas, pero no refuerza necesariamente las fuerzas democráticas en este tipo de países.
Hungría es ejemplo de este efecto de doble filo. El Gobierno nacional-conservador de Viktor Orbán pone deliberadamente a prueba el equilibrio de poderes; pretende situar al partido en el poder, el Fidesz, por encima de las instituciones. Una situación que la UE no tolera. Y ello obliga a Viktor Orbán a dar continuamente marcha atrás, por ejemplo, sobre su política respecto a los medios de comunicacion o del banco central húngaro. Cuando la UE pone los puntos sobre las íes, Viktor Orbán se bate en retirada con gran pompa. Juega a ser dócil, al hacer guiños para mostrar claramente que se repliega, pero únicamente al sentirse bajo presión, y siempre busca la manera de rebajar las pretensiones de Bruselas. Asistimos a un partido de ping-pong entre Viktor Orbán y la UE, en la que la oposición húngara hace de figurante.
Por simplificarlo, el hecho de que existan en Bruselas guardianes de la moral democrática ha relegado a la oposición húngara a un segundo plano. Este duelo entre Bruselas y Budapest no favorece a Hungría en aquello que no consta en (casi) ningún comunicado emanado de la UE: el peso y las posibilidades de intervención de la sociedad civil.
La elección de la razón
Pero el remedio de la austeridad de la UE también puede traducirse en serios recortes en las sociedades que han tardado siglos en crearse. Es lo que está pasando en Italia. Italia es un país complejo y frágil debido a su tardía configuración como tal. Es uno de los pocos países europeos cuya existencia reside en la multiplicidad de sus identidades regionales y, sobre todo, locales. Eso es lo que los italianos, y también nosotros, apreciamos tanto: una diversidad que se refleja tanto en los paisajes como en las tradiciones arquitectónicas, pero también en las culinarias.
Hoy el país tiene que apretarse el cinturón y el decidido Signore Monti, a quien las agencias de calificación, y de ahora en adelante Silvio Berlusconi, no dan ningún respiro, debe soltar lastre en todo lo que pueda: la administración pública, el sistema de sanidad, la protección social, etc. Lógicamente, tampoco puede olvidarse de la jungla (que también es cultural) de las entidades regionales y locales.
El Gobierno pretende reducir así drásticamente el número de provincias, de regiones y de ayuntamientos. Es la elección de la razón, que no se rige por la historia ni por el corazón. Sobre todo, lo que los italianos lamentan es que esta decisión no sea el fruto de su razonamiento lógico, de su reflexión, sino que sea una directiva de Bruselas. Las "mini-patrias" italianas se ven amenazadas, para emplear los términos del periodista Francesco Merlo. Puede que estas mini-patrias sean disfuncionales para Bruselas, y lo son sin duda alguna, pero lo que Bruselas olvida es que la verdadera vida de la gente real no es una cuestión de funcionalidad o disfuncionalidad.
Desgraciadamente, los responsables políticos europeos no se fijan en este tipo de problemas cuando, en privado, se dan a las alegrías culinarias de un restaurante bretón o una trattoria piamontesa.