El euro de nuestro descontento

La Europa política, ideada para acabar con medio milenio de conflictos en el Viejo Continente, afronta un futuro incierto. El escritor portugués Eduardo Lourenço afirma que se debe a que los europeos ya no comparten el mismo proyecto y a que Estados Unidos no acepta la existencia del euro.

Publicado en 2 agosto 2012 a las 15:36

Tras vivir los dos episodios suicidas del siglo XX y presas de la desesperación, tres de las naciones beligerantes soñaron con una nueva Europa. Las guerras mundiales, el doble “suicidio” europeo, marcaron el apogeo de una lucha sin piedad: medio milenio de lucha por la hegemonía entre España, Francia, Inglaterra y Países Bajos, a los que se unieron después Austria, Prusia y Rusia. Suecia, hasta entonces al margen, y Portugal participaron como aliados de estos grandes actores.

Por lo tanto, no sería descabellado considerar nuestra historia europea como una larga “guerra civil” intermitente. Todas estas naciones tienen una cierta cultura en común que, heredada de la Antigüedad y de origen cristiano (católico, protestante, ortodoxo), se opone desde la caída de Constantinopla a otras culturas y referencias religiosas.

Ante un pasado tan complejo, no es de extrañar que Europa Occidental se haya tropezado con tantas dificultades a la hora de concretar su utopía europea, su primer proyecto serio y democrático de construcción de importancia internacional. Pero por desgracia, y a pesar de la urgencia del proyecto europeo, únicamente se ha podido llevar a cabo en un contexto de guerra fría: Estados Unidos y la Unión Soviética pretendían asentar su hegemonía en el mundo y para ellos, Europa (ya) era un espacio codiciado. Europa, compartida entre Estados Unidos y Rusia, tenía entonces dos rostros y con la caída del muro de Berlín, cambió radicalmente.

La creación del euro hizo temblar al dólar

Podemos pensar, sobre todo actualmente, que la creación del euro hizo temblar a ese fetiche que es el dólar. Hasta entonces había sido la moneda única imperial del espacio de la globalización, o más bien del espacio de la americanización política, económica, financiera, tecnológica y sobre todo, cultural del mundo. Es posible incluso que el euro, su afirmación y su logro (¿excesivo?) no haya dejado de preocupar nunca al sistema monetario mundial. Un sistema para el que el dólar y su supremacía absoluta constituyen el arma suprema, la que permite comprar esta otra arma que es el petróleo y controlar el mercado mundial.

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No es necesario imaginar un complot ideológico-financiero cualquiera para explicar la crisis casi universal que hace estragos en el corazón del capitalismo de la era digital. Ni imaginar una ofensiva de desestabilización del euro, y mediante ella, de todo el proyecto de autonomización política de la nueva Europa, cuyo fin sería garantizar definitivamente la sumisión histórica. En el campo estratégico, la OTAN es lo mismo que la fragilización del euro (e incluso su desaparición) en el plano económico y financiero: la moneda única simboliza y encarna la Europa de después de 1989. Pero entre los europeos, ¿quién desea más Europa?

Paradójicamente, la más proeuropea de las grandes naciones, a pesar de sus limitaciones étnicas y políticas, no es otra que Alemania. El antiguo país del marco es el nuevo FMI del euro. Sólo ella (aunque desarmada, o quizás precisamente por ello) posee aún suficiente poder económico para mantener la “utopía” europeizante de las influencias oscuras que en otro tiempo la arrastraron hacia el abismo. Sólo ella pose aún suficiente aura histórica para asumir la función clave que le ha deparado el destino o que ha sabido ganarse. ¿Quién si no Alemania, a pesar de los aterradores fantasmas que despierta esta perspectiva, puede atraer a los "europeos" que son Ucrania y la gran Rusia hacia el espacio europeo? ¿O a Turquía, de la que Alemania se encuentra más cerca que cualquier otro país?

No necesitamos a nadie que nos salve

Sin embargo, no es de la patria de Lutero, sino de la de Voltaire, de la que podríamos esperar un compromiso histórico a favor de una Europa ejemplar. Tan ejemplar como lo fue Francia en otro tiempo, en muchos ámbitos.

Francia encarnó ella sola durante mucho tiempo a Europa: para muchos, era la “nación” de referencia, en contraposición a la “isla mundo” que representaba Inglaterra. Sin duda, por ello siempre refunfuñó desde el principio cuando tuvo que superar sus fronteras para formar parte de una encarnación dinámica de Europa. Ni Inglaterra ni Francia, herederas históricas de una insoportable rivalidad, sienten la necesidad de Europa. Están de más.

En cambio, en Europa del Sur y del Este, el sueño de Europa está vivo. Pero estas zonas son limitadas y marginales, incluso marginadas. El Norte parece pertenecer a un continente con sueños congelados desde hace tiempo.

Quizás Europa jamás haya necesitado ir a ninguna parte. Ni dotarse de un estatus histórico, político, ideológico y cultura, excepto el de la multiplicidad de entidades que siempre ha sido. Aquí es donde se ha dado forma al mundo moderno. Y a la modernidad del mundo. No lo olvidemos. No necesitamos a nadie que nos salve. Necesitamos salvarnos a nosotros mismos, que no es poco. En cualquier caso, no estamos a la venta.

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