¿Por qué nos odian?

Mientras Europa se ve a sí misma como una superpotencia benévola con un envidiable estilo de vida, el resto del mundo no ve más que una torpe y cada vez más introspectiva antigua metrópoli que se esconde tras los Estados Unidos. Si quiere convertirse en una actor global de peso, debe cambiar.

Publicado en 3 junio 2010 a las 14:33

Poco después del 11 de septiembre, un lema recurrente en los círculos periodísticos norteamericanos era preguntarse: “¿por qué nos odian?”. Los americanos siempre se han visto a sí mismos como una potencia amable, y quedaron perplejos al contemplar las multitudes que celebraban en Gaza o en el Líbano la destrucción del bajo Manhattan.

Estos días, sin embargo, los europeos tienen tantas razones como los norteamericanos para preguntarse por qué inspiran tan poco respeto en el mundo. Hubo un tiempo en el que un periódico chino declaró que Europa era “la próxima superpotencia mundial”, pero en las últimas semanas un coro de comentaristas internacionales ha comenzado a escarnecer las pretensiones europeas de liderazgo internacional.

Kishore Mahbubani, Decano de la Escuela de Asuntos Internacionales Lee Kwan Yew, de Singapur, afirma que Europa no se da cuenta de “hasta qué punto se está convirtiendo en irrelevante para el resto del mundo”,mientras que Richard Haass, presidente del Consejo de Relaciones Exteriores de los Estados Unidos, ha declarado públicamente su “adiós a Europa como potencia de primer nivel”.No se trata de voces salidas de ninguna parte, ni de lunáticos a quien nadie escucha. Mahbubani es decano de uno de los institutos de estudios políticos en auge de Asia, y Haass es un diplomático con una larga carrera marcada por la independencia.

Hartos de la actitud entrometida de Occidente

Así pues, ¿por qué se ven rodeados los países europeos de esta oleada de escarnio? Después de todo, los europeos tienen aún más derecho que los norteamericanos a ver su continente como una influencia fundamentalmente positiva. Europa es un gigante pacífico, una colección vacilante de Estados-nación cuyos compromisos exteriores parecen limitarse a desembolsar ayudas al desarrollo y acoger tediosas conferencias de objetivos poco definidos. Tenemos nuestros problemas internos, pero nada que merezca el desprecio de las élites en Nueva Delhi, Pekín o El Cairo.

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De modo que, ¿cómo es que los vítores se han convertido tan rápidamente en abucheos? No creo que pueda despacharse como simple envidia: los que miran hacia Europa desde fuera no sólo envidian los sueldos, las vacaciones y las pensiones de los europeos. Tampoco pienso que sea la exasperación por el tortuoso proceso interno de toma de decisiones, a pesar de la frecuencia con que llena los titulares de la Europa “pos-Lisboa”. En lugar de eso, yo sugeriría una verdad más incómoda. Los países de todo el mundo están hartos desde hace tiempo de la actitud moralizante y entrometida de Occidente hacia ellos, y comienzan a atreverse a hablar con desdén de una Europa cuya influencia global ya no se da por sentada.

Como ejemplo de las limitaciones de nuestro poder blando, piensen que cuando pregunto a personas de todo el mundo qué significa “Europa” para ellos, siempre me sorprende comprobar que raramente responden mencionando la socialdemocracia, los derechos humanos, o incluso “la calidad de vida”. En general, la respuesta más común es un recuerdo del dominio colonial, y una alusión a nuestro persistente sentimiento de superioridad y autosatisfacción. Si para los europeos las fechas que marcan la historia son 1918, 1945 y 1989, el resto del mundo sigue recordando 1842, 1857 y 1884, y siempre lo hará. Ha habido muchas oportunidades de pasar página del pasado, pero muchos siguen viendo Europa como una fortaleza cerrada que ofrece escasas oportunidades de integración o innovación.

Un cuento muy cristiano, de caída y redención

¿Puede Europa dejar atrás su pasado? La respuesta es que sí, pero si Europa pretende convertirse en el líder multilateralista que deseamos que sea, hace falta un cambio urgente de imagen. El primer paso debería ser proyectar una imagen más inclusiva, la de un continente abierto a nuevas personas e ideas: tal vez la elección del hijo de un keniano a la presidencia tal vez haya hecho poco para eliminar las desigualdades internas en EE.UU., pero ha permitido que el país se renovara y reinventara de golpe como una nación global. En Europa hay inmigrantes que han hecho carrera, pero es triste reconocer que había más diversidad étnica en el politburó de Stalin que en la Comisión Europea actual.

En segundo lugar, podemos esforzarnos en vender un relato coherente al mundo exterior. Nuestro relato preferido es un cuento muy cristiano de caída y redención, la historia de un continente arrasado por siglos de guerra y conquista y que desde los escombros de 1945 decidió hacer las paces consigo mismo y renunciar a sus ambiciones coloniales. Si Europa fuera capaz de contar esta historia de una manera creíble, es posible que la Unión Europea pudiera convertirse en el líder multilateral que aspira a ser.

Pero cada vez que nos ponemos ante el mundo la máscara se cae: las viejas rivalidades y maquinaciones nacionales aparecen a la vista de todos, feas y deformes. Cuando llega el momento de reformar el Consejo de Seguridad de la ONU o de votar en las instituciones de Bretton Woods, plantamos la caña y nos negamos a ver lo que tenemos delante: sinceramente, no creo que los alemanes se den cuenta de lo ridículos que suenan cuando reclaman otro asiento europeo en el Consejo de Seguridad, cuando no hay espacio siquiera para la India. De modo parecido, se habla mucho de la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea, pero no cuesta mucho reconocer en las misiones africanas —el único compromiso sustancial más allá del vecindario europeo— las maquinaciones poscoloniales de franceses, belgas y británicos.

Europa debe asumir la responsabilidad de sus decisiones

A continuación, también haríamos bien en romper con la creencia de que nos ganaremos el respeto de los demás mediante el desembolso de cantidades cada vez más grandes de dinero en ayudas al desarrollo, sobre todo cuando tales sumas van ligadas de forma persistente a un discurso moralizante. Lo que los miserables de la tierra quieren de nosotros no es nuestro dinero, sino nuestro respeto. Pagamos nuestra ayuda sin falta, pero raramente nos planteamos si el dinero se gasta de una forma eficiente, o las distorsiones que introducimos en la política local, todo lo cual demuestra un desprecio mayor que no dar nada en absoluto. Todavía debemos aprender la lección del éxito diplomático de China en África, basado en que los países en desarrollo valoran menos el proceso que el resultado obtenido.

Por último, Europa debe dejar de esconderse detrás de Estados Unidos y comenzar a asumir la responsabilidad por sus propias decisiones. Pero esto no puede ocurrir mientras Europa sea gobernada por una gerontocracia de centroderecha que parece sentirse más cómoda aferrándose al pasado atlántico que adaptándose al presente multipolar. Nuestros líderes dedican sus días a defender una participación testimonial en la OTAN, angustiándose por si Obama participará o no en la cumbre conjunta UE-EEUU, y haciendo cábalas acerca de sus facultades legales en las instituciones de Bretton Woods, cuando lo que deben hacer es darse cuenta de que las reglas del juego están cambiando, y que las viejas redes están perdiendo rápidamente su influencia. Irónicamente, los norteamericanos parecen estar comprendiendo todo esto mucho mejor que nosotros en este momento.

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