Este verano, viajamos por las partes más orientales de la UE. Desde Vilna a Bialystok, siguiendo la frontera hacia Bielorrusia y Ucrania, admirando las preciosas plazas en pequeñas ciudades del este de Eslovaquia, hasta llegar a Rumanía.
Me quedé impresionado. Ya había visitado muchas de las ciudades y regiones por las que pasamos, pero fue justo después de la caída del comunismo, hace unos 20 años. Lo que contemplaba ahora era un milagro social, económico y político. Los cambios sólo pueden compararse con los años que vivió Europa Occidental entre 1945 y 1970. Pero mientras Europa Occidental se apoyó en Estados Unidos para recuperarse, Europa del Este resurgió gracias al poder de la UE.
Mientras viajábamos, no dejaban de llegarnos noticias de París, Bruselas y Berlín acerca de las nuevas reuniones sobre la crisis para salvar el euro. Pero en las tardes cálidas en la plaza de Presov, la crisis se sentía como algo distante que formaba parte de otro ámbito. Era como si necesitara transportarme a la periferia geográfica de la Unión para poder contemplar la imagen completa.
La oscuridad europea se ha vuelto paralizante. ¿Quién entiende la dirección que está tomando la política, hacia dónde se dirige la UE? Todas las posiciones políticas y las decisiones importantes se adoptan a puertas cerradas. La crisis del euro plantea inevitablemente la pregunta de Europa y la democracia.
En Auschwitz, nos volvemos europeos
¿Quién puede evitar pensar en el preludio del estallido de la guerra en 1914? Nadie comprendía qué sentido tenía una guerra, nadie lo deseó, pero nadie logró dejar a un lado el orgullo nacional para evitarla. En el juego sobre el euro se observa una pauta similar. Cada vez que el Parlamento Europeo y la Comisión Europea plantean una propuesta política que implica una responsabilidad común, como en el caso de los eurobonos, los jefes de Gobierno la detienen. Los países privilegiados como Alemania, Finlandia y Suecia se engañan a sí mismos al defender sus intereses. Y así empujan al continente, y a ellos mismos, hacia el abismo.
Nuestro viaje estival se convirtió en una peregrinación europea. Exploramos las afueras de las grandes regiones que el historiador Timothy Snyder denominó “Tierras de sangre” o “Campos de muerte” de Europa: el centro geográfico de los genocidios nazi y comunista, donde perdieron la vida doce millones de seres humanos entre 1933 y 1944.
El viaje se convirtió en un recordatorio del hecho de que el proyecto europeo no surgió de una euforia ingenua, sino del miedo a lo que se había producido en el continente. Cuando vemos a los turistas que visitan en tropel las sinagogas vacías en Praga, Cracovia y otras ciudades, nos damos cuenta de que una auto-conciencia europea, basada en la gravedad histórica, está adquiriendo una forma más definida. En Auschwitz, nos volvemos europeos.
Durante dos décadas, la UE ha sufrido una crisis evidente de legitimidad. Desde que Dinamarca votara en contra del tratado de Maastricht en 1992, ante la más mínima idea de modificación se han demandado nuevos referéndums. El “non y nee” de Francia y Países Bajos [en el referéndum de 2005 sobre la constitución europea] fueron los más tristes.
Las élites políticas siempre han considerado las demandas de referéndums como una maldición. Pero deben interpretarlas como un paso adelante para el proyecto europeo. Por fin, la gente en Europa quería que se escuchara su voz en cuestiones comunes e importantes. El compromiso reveló que el debate político en Europa se había vuelto... europeo.
¿Por qué los políticos parecen considerar los principios básicos de la democracia evidentes en el ámbito nacional, pero una amenaza en el ámbito europeo? Su principal argumento es que aún no ha surgido un pueblo europeo en una esfera política y pública común, lo que se denomina el "demos". Sin un demos así, la democracia es sólo una quimera.
La crisis del euro y la democracia
El social-demócrata sueco Carl Tham formuló este argumento en un artículo este verano: “una unión política democrática y viva sólo se puede crear cuando los europeos tengan un sentimiento de pertenencia y solidaridad hacia los demás, cuando se consideren parte de un pueblo europeo y confíen en las instituciones políticas”.
Pero ¿acaso esta misma conclusión común no se basa en una idea equivocada? Es bastante improbable que existiera un “sólido sentimiento de pertenencia y solidaridad” en los distintos Estados-naciones cuando se produjeron los grandes avances democráticos a comienzos del siglo XX. Sin duda, no existía ninguna “confianza en las instituciones políticas" ni se había extendido una esfera política y pública.
Hace un año se inició un debate sobre la decepción acerca de los intelectuales: ¿dónde estaban cuando el proyecto europeo estaba a punto de estallar? Muchas de las contribuciones al debate se publicaron en el excelente sitio web de Eurozine. Pero la ausencia de un debate franco y de posiciones explícitas de los políticos de Europa en realidad resulta más alarmante.
Por ello fue alentador leer un editorial escrito por Gerhard Schröder en el New York Times esta primavera. Un político influyente que vio la conexión entre la crisis del euro y la cuestión de la democracia. Schröder lo resumió en tres puntos: la Comisión Europea debe transformarse en un Gobierno elegido por el Parlamento Europeo. El Consejo Europeo, los jefes de Estado, deben abandonar el poder y transformarse en una cámara alta, con una función similar a la del Bundesrat en Alemania.
La gente demostró ser sensata
No tenemos por qué estar de acuerdo con todas las propuestas de Schröder. Pero está planteando una dirección hacia una posible democracia europea. Por supuesto, esto se puede calificar como un intento de imponer la democracia “desde arriba”, pero también puede considerarse como el reconocimiento del reto que han planteado los ciudadanos de Europa en los últimos 20 años.
La plaza de Cracovia es una de las más espléndidas del continente. En la torre del campanario de la catedral, un hombre con una trompeta marca el paso del tiempo. La historia proyecta sombras alargadas. Es un buen lugar desde el que observar Europa. Aquí se puede reflexionar sobre el milagro político, la nueva prosperidad y la democracia civilizada.
Muchos europeos en Occidente tuvieron miedo de que reinara el caos cuando cayeron las dictaduras del Este. Se equivocaron. La gente demostró ser sensata. Eso nos debería infundir esperanza y seguridad. Pero a sólo 30 minutos en coche desde esta plaza nos encontramos con el recordatorio más evidente del miedo a la oscuridad de Europa que dio lugar al proyecto europeo: los campos de concentración de Auschwitz-Birkenau.
La democracia siempre debe ampliarse. Retrocederá en el momento en el que nos asentemos y apostemos por lo cómodo. En el otoño de 1940, cuando Europa se encontraba en su periodo más oscuro, la feminista sueca Elin Wägner comparó los ideales con las luces de las bicicletas: no se encienden si no pedaleas y te impulsas hacia delante.
La misión social-demócrata en Europa en el otoño de 2012 se puede resumir fácilmente con la metáfora de Wägner y con dos palabras: democratizar y politizar.