El reciente estallido independentista en Cataluña me ha sumido en una mezcla de perplejidad y aprensión. Quizá por eso casi había decidido guardar silencio escrito sobre el asunto; también porque imagino cierta afinidad con los lectores de esta columna, y lo que tengo que decir debería decírselo sobre todo a los que no piensan como yo. Pero el mencionado estallido coincidió con la publicación de mi última novela, y en las entrevistas promocionales me preguntaron por el asunto; contesté más o menos lo que sigue:
Yo entiendo que haya gente cabreada y desesperada. Y también entiendo que el cabreo y la desesperación lleven a pensar que ya no podemos estar peor de lo que estamos y que es preferible emprender aventuras que seguir encerrados en este callejón sin futuro. A esto solo puedo contestar con una certeza y una confesión. La certeza es que por supuesto que podemos estar no peor sino muchísimo peor de lo que estamos (de hecho, así hemos estado casi siempre). La confesión es que a mí me encantan las aventuras, pero en las novelas y las películas; en política no: en política soy un partidario feroz del más espantoso aburrimiento, de un tedio letal, suizo o como mínimo escandinavo (y del sistema político más aburrido posible, que es la democracia). Así que, cuando oigo al presidente Mas declarar que ir hacia la independencia supone adentrarnos en “terreno desconocido”, se me ponen los pelos de punta. [...]
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