¿Puede alguien llamar a un médico?

La Unión Europea se está muriendo

El repliegue sobre sí mismos de los países miembros desde la última ampliación amenaza la existencia misma de la Unión. A falta de líderes ambiciosos y de envergadura, podría sencillamente desaparecer, afirma un antiguo consejero de Bill Clinton.

Publicado en 2 septiembre 2010 a las 14:39
¿Puede alguien llamar a un médico?

La Unión Europea se está muriendo. No se trata de una muerte dramática o súbita, sino lenta y constante que puede que en breve observemos al otro lado del Atlántico. Entonces nos daremos cuenta de que el proyecto de la integración Europea que hemos dado por sentado en los últimos cincuenta años se ha esfumado.

El declive europeo es en parte económico. La crisis financiera ha afectado en gran medida a muchos miembros de la UE. Además, las altas deudas nacionales y el incierto estado de los bancos del continente pueden generar más problemas en el futuro. Pero estos males son minucias si se comparan con una enfermedad aún más grave: desde Londres a Berlín y hasta Varsovia, Europa está siendo testigo de la reactivación del nacionalismo en la esfera política. Los países recobran la soberanía que antes sacrificaron de buen grado en la búsqueda de un ideal colectivo.

Para muchos europeos, ese bien superior parece que ha dejado de importar. Se preguntan qué les aporta la unión y si merece la pena el esfuerzo. Si continúa esta tendencia, podría estar en peligro uno de los logros más importantes e insólitos del siglo XX: una Europa integrada, en paz consigo misma, intentando proyectar su poder como una colectividad aglutinante. El resultado sería una serie de naciones individuales relegadas a la irrelevancia geopolítica y unos Estados Unidos desprovistos de un socio dispuesto o capaz de soportar las cargas globales.

No hay un espíritu común

La erosión del apoyo a la Europa unificada afecta incluso a Alemania, cuya obsesión por hacer desaparecer las rivalidades nacionales que antaño hicieron al continente presa de las guerras de superpotencias la convirtió en el motor de la integración. La reciente renuncia de Berlín a rescatar a Grecia durante su hundimiento financiero quebró el espíritu de bienestar común que constituye la seña distintiva de la Europa colectiva.

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Por otro lado, está aumentando el populismo de derecha, producto principalmente de la reacción violenta contra la inmigración. Este nacionalismo extremo no sólo tiene a las minorías en su punto de mira, sino también la pérdida de autonomía que implica la unión política. Por ejemplo, el partido Jobbik de Hungría, que roza la xenofobia, obtuvo 47 escaños en las elecciones del pasado año, cuando en las de 2006 no obtuvo ninguno. Incluso en los tolerantes Países Bajos, el Partido para la Libertad, de extrema derecha, recientemente consiguió más del 15 por ciento de los votos, con lo que logró siete escaños menos que el partido líder.

Por si estos obstáculos a una unión estable no fueran suficientes para hacernos reflexionar, en julio, la presidencia de turno de la UE recayó en Bélgica, un país cuyos ciudadanos flamencos de habla holandesa y valones de habla francesa están tan divididos que, mucho después de las elecciones de junio, aún no han logrado formar una coalición de gobierno factible. Es más que significativo que el país que ahora guía el proyecto europeo sufra exactamente el tipo de antagonismo nacionalista por cuya eliminación se creó la UE.

La activación del nacionalismo en la política europea es producto ante todo de un cambio generacional. Para los europeos que alcanzaron la mayoría de edad en la IIª Guerra Mundial o en la Guerra Fría, la UE constituye una vía de escape de un pasado sangriento. Pero no es lo mismo para los europeos más jóvenes: una reciente encuesta reveló que los ciudadanos franceses de más de 55 años tienen el doble de probabilidades de considerar a la UE como una garantía de paz que los menores de 36 años. No es de extrañar que los nuevos líderes europeos analicen el valor de la UE con el frío cálculo de costes-beneficios, en lugar de como un artículo de fe.

Hacia una política más nacional

Mientras, las demandas del mercado global, unidas a la crisis financiera, están ejerciendo una presión excesiva en el estado de bienestar de Europa. A medida que aumenta la edad de jubilación y los subsidios menguan, la UE se presenta a menudo como un chivo expiatorio ante las privaciones que surgen. En Francia, por ejemplo, las campañas anti-europeas han centrado su ira en el asalto "anglosajón" al bienestar social de la UE y en el "fontanero polaco" que se lleva los trabajos locales, gracias al libre mercado laboral europeo.

Por ahora, lo mejor que puede hacer la UE es ganar tiempo, pero su descenso está destinado a seguir, con consecuencias incluso para los que se encuentran fuera de Europa. La administración Obama ya ha expresado su frustración ante una UE cuyo perfil geopolítico mengua sin cesar. Tal y como se quejó el Secretario de Defensa Robert Gates en febrero, en una reunión de dirigentes de la OTAN, "La desmilitarización de Europa, donde gran parte del público general y de la clase política se muestran reacios a la fuerza militar y a los riesgos que implica, ha pasado de dar su beneplácito en el siglo XX a ser un impedimento para lograr una auténtica seguridad y una paz duradera en el siglo XXI". Ahora que Estados Unidos intenta saldar sus deudas y da un respiro a sus fuerzas armadas, juzgará cada vez más a sus aliados por lo que puedan aportar. En el caso de Europa, la oferta es diminuta y va disminuyendo.

Es poco probable que Europa vuelva a una guerra, ya que sus naciones han perdido el interés por las rivalidades armadas. En lugar de ello, con menos dramatismo pero no con menos certeza, la política europea será menos europea y más nacional, hasta que la UE se convierta en una unión sólo de nombre. Para algunos puede que no sea una gran pérdida, pero en un mundo que necesita urgentemente la voluntad, la riqueza y la fuerza conjunta de la UE, una Europa fragmentada e introvertida constituiría un atraso histórico.

Hace seis décadas, Jean Monnet, Robert Schuman y Konrad Adenauer fueron los padres fundadores de Europa. Actualmente, la UE necesita una nueva generación de líderes que puedan infundar vida a un proyecto que se acerca peligrosamente a su fin. De momento, no los encontramos en ninguna parte.

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