Una familia gitana "volviendo voluntariamente" a Bucarest, en el aeropuerto de Roissy. Agosto de 2010.

Sarkozy está haciendo lo correcto

¿Tienen que pagar los contribuyentes galos las escuelas, los servicios y la formación que se precisan para elevar a las familias gitanas a unos niveles de vida mínimamente aceptables en Francia?

Publicado en 6 septiembre 2010 a las 15:05
Una familia gitana "volviendo voluntariamente" a Bucarest, en el aeropuerto de Roissy. Agosto de 2010.

Hacia finales de las vacaciones estivales francesas, el presidente Nicolas Sarkozy dio instrucciones de desmantelar los campamentos y barrios de chabolas gitanos que habían proliferado en el extrarradio de diversas ciudades galas, y deportar a sus ocupantes. En toda Europa se han oído voces de condena. Sus motivos se han puesto en tela de juicio: ¿se estaba dedicando a la demagogia para desviar la atención de su propia impopularidad? ¿Había actuado por encima de la ley? Al fin y al cabo, los gitanos son ciudadanos de la Unión Europea y tienen derecho a circular libremente. El Vaticano se ha pronunciado, y también la ONU a través del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial, que exhortó a Francia a hacer más por integrar a las familias gitanas, educar a sus hijos y proporcionarles viviendas dignas.

Por supuesto, todo ello está impregnado de un idealismo admirable y es absolutamente correcto, pero no le sirve de nada al ciudadano francés, que ha vivido en Francia toda su vida, ha pagado sus impuestos y que un buen día se encuentra un campamento tercermundista al final de su jardín que crece a cada jornada que pasa. ¿Qué van a hacer las autoridades? No se trata de viajeros que compran una parcela agrícola y se instalan a vivir en ella de la noche a la mañana incumpliendo la normativa de urbanismo; es una incursión de un tipo totalmente distinto.

Cuando Italia se enfrentó a un problema parecido hace un par de años, el gobierno hizo la vista gorda ante unas actividades ciudadanas bastante reprobables contra los nómadas. En Francia las cosas no han llegado tan lejos, tal vez porque Sarkozy ha actuado antes. Sin embargo, quien lo censure debe ofrecer alguna alternativa, algo que resulta bastante difícil. Hay familias enteras viviendo sin saneamiento, sin agua corriente y electricidad, que si trabajan lo hacen en negro, y cuya vida en Francia es, pese a todo, más agradable y provechosa de lo que probablemente fuera jamás en su lugar de origen. No tienen ninguna razón para querer volver. Con todo, son parásitos de un estado de civilización material y cultural en cuya construcción no han participado y que no sabrían reproducir para sí mismos.

La integración requiere grandes inversiones

Esta es la verdad pura, dura y políticamente incorrecta. La deportación podría generar un movimiento eternamente cíclico de población porque los deportados intentarían regresar. Pero ¿tienen que pagar los contribuyentes galos las escuelas, los servicios y la formación que se precisan para elevar a las familias gitanas a unos niveles de vida mínimamente aceptables en Francia? ¿Puede exigirse a Francia que facilite el tipo de integración que Rumania, Bulgaria, Eslovaquia y otros países han dejado de darles? Y, si no, ¿se puede, o se debe, negar a los gitanos la libertad de circulación que se aplica en toda la Unión Europea, a pesar de que dicha denegación resulte ya hoy día casi imposible de aplicar? Es deshonesto declarar que unos niveles y expectativas de vida tan distintos puedan coexistir fácilmente y que se pueda acomodar sin sobresaltos a los recién llegados sin destinar a ello un sinfín de dinero y buena voluntad. El desafío que plantean los gitanos además, no es el único de su tipo.

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Hace aproximadamente un año, un informe alemán reveló que, al contrario de lo que se había pronosticado, los turco-alemanes de segunda y tercera generación están contrayendo matrimonio en Turquía, lo que genera una oleada nueva e imprevista de lo que se conocía como inmigración principal que está suponiendo un freno para la integración. Algo similar puede decirse de parte de las comunidades pakistaní y bengalí asentadas en el Reino Unido, que han reproducido el sistema social de sus aldeas natales en barrios británicos, y vuelven “a casa” a buscar cónyuge.

La idea de que la integración es sólo cuestión de dejar pasar una generación no ha demostrado su validez. El Reino Unido, Francia y Alemania buscaron mano de obra, preferiblemente barata, en el extranjero, y la encontraron. Pero al traer personas de zonas rurales de países poco desarrollados, conseguimos trasplantar aldeas enteras e importar microcosmos atrasados como los que ya habíamos dejado atrás. Con las nuevas novias, novios y personas dependientes que los inmigrantes pueden traer legalmente desde su país de origen, se ha desarrollado en el Reino Unido un problema local de votaciones corruptas, matrimonios forzosos, secuestros, asesinatos “de honor” y discapacidades provocadas —como mostró recientemente un programa de Channel 4 Dispatches— por matrimonios entre primos en primer grado. Ha regresado la tuberculosis, la enfermedad de los arrabales victorianos que se había erradicado casi totalmente, y su tratamiento cuesta unos recursos financieros y humanos que los países ricos tal vez esperaban dedicar a otras cosas.

En cierto modo, se trata del clásico problema post-colonial, y quizá nuestras generaciones post-coloniales no deban racanear ahora con el dinero porque, después de todo, nuestros países tomaron cosas de estos otros países en su momento. Pero las yuxtaposiciones resultantes del desplazamiento internacional de grupos enteros amenazan con producir un choque de civilizaciones que no sería de religión, sino de niveles de vida, en la mismísima puerta de nuestra casa.

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