Espíritu europeo, ¿sigues ahí?

El declive de Europa es una idea de moda, reforzada además por los malos indicadores económicos y demográficos. Pero una civilización se juzga también por su fuerza creadora, tal como recuerda un intelectual francés.

Publicado en 10 septiembre 2010 a las 13:56

¿Hemos llegado, como los romanos de la Antigüedad tardía, al último capítulo de nuestra gloriosa (y violenta) Historia? Hedonistas y cínicos, sin creer ya en nuestras leyes ni en ningún dios, sin que nos importe ya nada excepto nosotros mismos, incapaces de proyectarnos en el futuro, ablandados por el confort, superficiales y consentidos, ¿acaso nos merecemos ser eclipsados por otros pueblos más jóvenes, más ambiciosos, más fuertes? La analogía entre la situación de los europeos hoy y la de los romanos de la decadencia resulta tentadora… Sin embargo, hay que desconfiar del dramatismo fácil de la decadencia y de las posturas reaccionarias. Con objeto de esbozar las coordenadas filosóficas de esta situación, desearía realizar tres observaciones.

Observación nº 1: El mito de la decadencia de Europa es tan viejo como la historia de la propia Europa

Homero vivió en el siglo VIII antes de Cristo, pero en sus epopeyas canta a una época muy anterior: la guerra de Troya, que se sitúa alrededor del 1.200 antes de nuestra era. Como la mayoría de sus contemporáneos, Homero fantaseaba acerca del esplendor pasado de la civilización micénica (-1600/-1200), derrocada por los invasores venidos del norte, los dorios. Si los personajes de Homero —Ulises, Aquiles, Agamenón y los demás…— poseen tan nobles cualidades, es porque éste considera que pertenecen a una humanidad superior. Siendo Homero el primero de los historiadores, el mito de la decadencia pasó a ser un tema recurrente, una obsesión de la cultura del Viejo Continente.

Al final de la Edad Media, reaparece la nostalgia de la Era Dorada bajo la pluma de Dante o Maquiavelo, pero en esta ocasión lo que se añora es el poderoso Imperio Romano. En el siglo de las Luces, Montesquieu se interesa también por la decadencia romana, pero para criticar los excesos de autoritarismo de los césares e, indirectamente, de la monarquía. No hace tanto tiempo, recién terminada la Primera Guerra Mundial, los historiadores Oswald Spengler y Arnold J. Toynbee afirman que Occidente está enfermo o que está cavando su propia tumba, y tratan de identificar la pulsión de muerte que mina subterráneamente nuestra civilización. De Homero a Toynbee, todos estos autores se enorgullecen de una grandeza pasada y anuncian la catástrofe, pero con el único objetivo de reencontrar las fuentes vivas que permitirán reencantar la historia.

Observación nº 2: El mito de la decadencia se escribe hoy en el lenguaje formal de las cifras y de la economía

Es la gran novedad contemporánea: en nuestros días no es ningún escritor genial quien nos muestra nuestra debilidad en el espejo, sino áridas tablas de cifras producidas por los institutos de estadísticas, Eurostat o el Banco Mundial. Las cifras poseen además una elocuencia muy propia, frente a la cual resulta difícil permanecer indiferente.

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Con 500 millones de habitantes, la Unión Europea (UE) no representa actualmente más que el 7,3% de la población mundial. Posee la tasa de crecimiento demográfico más baja del mundo (- 0,05% en Alemania, 0,7% en Italia en 2008) y envejece a la vista de todos. El crecimiento económico también es bajo: 0,2% de media desde el inicio de este año para los 27 países de la Unión, -4,2% en 2009 (en comparación, China va impulsada por un crecimiento de alrededor del 10%, Brasil del 8%, y la India del 6,5%). En 2008, el 17% de la población europea vivía bajo el umbral de la pobreza, una tasa que aumenta hasta el 20% entre los jóvenes…

No es sólo que la UE no disponga ya prácticamente de industria sobre su suelo, sino que las piezas más apetitosas le están siendo birladas poco a poco por los inversores extranjeros. Sin embargo , aplicar a las naciones una lectura estrictamente presupuestaria y contable supone dejar de lado otras dimensiones, como la calidad de vida, el acceso a la educación y a la sanidad, la existencia de un Estado de derecho, de un sistema judicial no corrupto, de infraestructuras que facilitan los transportes, etc.

Imaginemos que las cosas ocurren, antes de nuestro nacimiento, como imaginaba antaño Plotino, es decir, que las almas descienden lentamente hacia los cuerpos. Usted es una de estas almas que va a nacer. En el curso de su trayecto astral hacia la encarnación, un ángel le interpela y le propone una elección: puede usted ver el día en la India, en China, en Brasil, en Indonesia o en Europa. ¿Por qué destino opta usted? ¿Cuál es, en su opinión, el lugar donde tendrá más opciones de vivir libremente y en buena salud, sin miedo a la violencia, ya sea que la propague el propio Estado o que reine en la esfera social? ¿Dónde podrá desplegar sus sueños? ¿Ya ha hecho su elección? ¿Todavía no está cansado de Europa?

Observación nº 3: La reducción del mito de la decadencia europea a un problema económico es en sí mismo un signo inquietante de decadencia

Tengo en la cabeza las últimas páginas de La decadencia de Occidente, de Spengler, publicada en 1918: “el pensamiento y la acción económica son un aspecto de la vida”, afirma, “pero cada vida económica es la expresión de una vida psíquica”. En otras palabras, la prosperidad o el marasmo de una economía no hacen más que traducir un cierto estado mental y cultural. Un año más tarde, en 1919, Paul Valéry remacha la idea en un texto titulado 'La crisis del espíritu', cuya primera frase se ha hecho célebre: “Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”. Menos conocida es la argumentación que sigue, a pesar de que es muy interesante. “La crisis económica”, explica Valéry ante el espectáculo del Viejo Continente arruinado por la guerra, “es visible en todo su esplendor; pero la crisis intelectual, al ser ésta más sutil, y debido a que por su naturaleza misma toma las formas más engañosas (pues tiene lugar en el reino mismo de la disimulación), dificulta la posibilidad de captar su verdadero punto, su fase”. Es importante no confundir las fuerzas y las cantidades, previene Valéry.

La clasificación de las regiones del planeta según criterios estadísticos —población, superficie, materias primas, ingresos, etc.— podría hacernos olvidar que las civilizaciones que han realizado una obra histórica notable, ya sea el antiguo Egipto, el siglo de Pericles o la Europa ilustrada, sólo pudieron hacerlo porque eran creadoras, porque eran capaces de promover las artes y las ciencias, porque la vida del intelecto era intensa en ellas.

En 1935-1936, el filósofo alemán Edmund Husserl redacta un texto que hará época, titulado “La crisis de las ciencias europeas como expresión de la crisis radical de la vida en la humanidad europea”. Husserl afirma en él que la grandeza de Europa se debe al lugar eminente que ha otorgado a la razón. El proyecto de los griegos, que consistía en comprender la totalidad de los fenómenos del mundo, constituye según Husserl el trampolín de partida de nuestra civilización. Si la ciencia levantó el vuelo en la época moderna, si la Ilustración se sacudió el yugo del Antiguo Régimen, fue en nombre de la razón. A pesar de lo cual “la visión global del mundo propia del hombre moderno se ha dejado determinar y cegar, en la segunda mitad del siglo XIX, por las ciencias positivas y por la 'prosperidad' que éstas aportaban”, constata Husserl.

La separación de las ciencias del hombre y las ciencias de la naturaleza, en el siglo XIX, fue un acto muy grave, pues supuso la ruptura con el proyecto griego. La filosofía, la psicología, la sociología, las ciencias políticas, han quedado relegadas a la subjetividad, a la literatura. La razón ya no puede aplicarse más que a las ciencias exactas, y no se expresa ya sino en la lengua de las matemáticas. ¡Pero las matemáticas no pueden responder a nuestra angustia, ni ofrecernos un destino! Al reducir la razón a una calculadora, la humanidad europea ha perdido su proyecto fundador. En cierto modo, se ha autodisuelto. “Meras ciencias de hechos constituyen una mera humanidad de hechos”. Lo cual nos lleva a nuestra conclusión. El hecho de que no sepamos ya describir la decadencia de Europa si no es con la ayuda de estadísticas es tal vez más preocupante aún que el contenido de las susodichas estadísticas, pues es prueba de que en el camino hemos dejado en algún lugar nuestro intelecto.

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