Silvio Berlusconi, el 2 de junio de 2010 en Roma.

Poder: usar con moderación

Aquellos que detentan el poder tienen la tentación permanente de abusar de él; esta es la razón por la que las Constituciones están repletas de normas preventivas al respecto. Pero, como demuestran varios casos recientes, -sobre todo en Italia- los poderosos moldean estas reglas en interés propio.

Publicado en 4 noviembre 2010 a las 16:43
Silvio Berlusconi, el 2 de junio de 2010 en Roma.

No podemos prescindir del poder, por lo cual es necesario limitarlo. Annah Arendt escribía que el poder no necesita justificación, ya que es “inherente a cualquier comunidad política”. Lo que necesita es legitimidad. El ejercicio regulado y público del poder político permite limitarlo alineándolo lo mejor posible con la legitimidad y la libertad individual, es decir, con los principios y la práctica de la democracia constitucional.

Hannah Arendt escribía esto en 1971, comentando lo que la opinión pública estadounidense estaba descubriendo entonces gracias a la prensa: una serie de abusos de poder sistemáticos por parte de la Casa Blanca para cubrir la función de los servicios secretos y del Departamento de Estado en Indochina y Vietnam desde la Segunda Guerra Mundial.

El abuso de poder es un hecho extremadamente grave: destruye la comunidad política y reduce a los ciudadanos al estado de sujetos. Al ponerlos en una situación de ignorancia y, por lo tanto, de no poder juzgar con capacidad, deja a los que gobiernan la extraordinaria libertad de hacer lo que quieren. El abuso mina la raíz de la confianza sin la que no pueden existir relaciones políticas en una sociedad fundamentada en el derecho.

El ejercicio del poder facilita el abuso del mismo

El liberalismo se ha apropiado más o menos bien de este problema ya que, por un lado, admite que el poder es necesario y, por otro, que su ejercicio estimula en los hombres una propensión a no sentirse jamás satisfechos y, por lo tanto, a abusar de él. El poder alimenta la pasión por el poder con una escalada fatal hacia el monopolio. Todas las constituciones modernas parten del principio de que siempre hay que esperar los abusos por parte de aquellos que ejercen el poder. Por ello institucionalizan las funciones públicas y aprisionan el poder político en reglas estrictas y claras.

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A partir de esta concepción liberal, la idea ha adoptado la forma de que la única legitimidad que puede adquirir el poder político es la que emana del respeto a las garantías de las libertades individuales y, por lo tanto, de la limitación y del control del poder (limitación en su duración y en su intensidad gracias a las elecciones, a los controles de constitucionalidad y a la división de poderes) a través de obligaciones de las que aquel que gobierna no se puede eximir.

Violar los límites que impone la decencia de esta libertad equivale a salirse de la ley (un acto de sedición que lleva a John Locke a justificar la desobediencia y la rebelión, añadiendo que, por desgracia, el pueblo tiene más capacidad para sufrir los abusos que para rebelarse contra ellos). El poder, cuando se convierte en algo arbitrario, deja de ser un poder político. Es una dominación absoluta y, por tanto, una fuerza bruta que convierte a quien la sufre en un ser sometido: esa es la diferencia entre dominación y gobierno.

El caso italiano es más sórdido

Las reflexiones de Hannah Arendt se adaptan a la perfección a lo que ocurre en Italia. El hecho de que en lugar de una guerra injusta se trate aquí de relaciones eróticas con menoresy chicas jóvenes no cambia la naturaleza de la arbitrariedad. Como mucho la convierte en algo más sórdido y despreciable. También en el caso de Italia, la manipulación, el maquillaje de los hechos y el disimulo son las armas utilizadas por un gobierno que ha instaurado una “célula de crisis” para reescribir “la verdad del presidente del Consejo sobre la llamada telefónica a la comisaría” (con el fin de pedir la puesta en libertad de una prostituta menor de edad).

A la ocultación de la verdad se añade una alteración calculada de los hechos que, por varios aspectos, ponen a Italia y sus relaciones internacionales en una postura incómoda: en la llamada telefónica, cuya intención era convencer de que era necesario liberar a la menor, se dijo que la chica era sobrina del presidente egipcio Hosni Moubarak. El presidente del Consejo italiano utiliza su autoridad como responsable del interés nacional para ocultar comportamientos ilícitos. Por lo tanto, se trata de un abuso en todos los sentidos del término, de una afrenta a su país y de la puesta en tela de juicio de un Estado extranjero debido a una mentira.

En una democracia constitucional el jefe del gobierno y los ministros (el poder ejecutivo) reciben su legitimidad del pacto fundador que dicta las reglas de su designación así como de su duración. Pero también, si fuese necesario, de su destitución para que puedan ser llevados ante la justicia ordinaria “por delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones”. Estas reglas y estos límites califican la acción política de acción pública y establecen que esta acción pertenece a la comunidad política y no a quien la ejerce. Esto no puede sustituir a sus juicios personales por las modalidades definidas por la ley en sus relaciones con las instituciones.

Ahora bien, el abuso bloquea la dimensión pública del poder convirtiendo su ejercicio en un hecho absolutamente privado. Ahí es donde el poder se convierte en una fuerza bruta, un poder discrecional en las manos de quien lo manipula como si de un instrumento de privilegios se tratase. Cuando un hombre de Estado viola las normas que regulan su acción, confisca el poder y lo adapta a sus intereses.

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