¿Cuál es la mayor amenaza para nuestro estilo de vida y nuestra democracia en los próximos años? ¿Una recesión de doble caída, el peso de la deuda del gobierno o la guerra en Afganistán? Según dos de los pensadores más perspicaces de la derecha y la izquierda, no sería ninguno de estos aspectos y además coinciden en un punto: la desigualdad, sobre todo la creciente diferencia entre los muy ricos y el resto de personas, es lo que amenaza el consenso social y la estabilidad política, no sólo en Gran Bretaña, sino también en América y Europa, hasta un nivel que no se había registrado desde la atroz era antes de las dos guerras mundiales.
Hace poco escuché al ex ministro conservador Michael Portillo describir de forma alarmante la democracia como “un experimento por demostrar” que quizás no sobreviva al “desastre incipiente” de la desigualdad. También he estado leyendo la intensa y nueva obra de Will Hutton, Them and Us (Ellos y nosotros), que expone que la causa principal de la crisis financiera ha sido el hecho de haber dejado a un lado la “equidad” como principio rector de la regulación financiera, la gestión económica y la política social.
Portillo admitía su amarga desilusión ante el comportamiento irresponsable y codicioso de la acaudalada élite financiera y directiva de Gran Bretaña. Los altos ejecutivos de las empresas financieras medianas ganan unos sueldos medios de 2 millones de libras y siguen votando por el aumento de sus sueldos, mientras los trabajadores normales se enfrentan a recortes de salarios y pensiones. Estas disparidades podrían resultar incompatibles con la democracia, según Portillo. ¿Aceptaría la gente la democracia como un “acuerdo justo” si tuvieran derecho a votar a un nuevo gobierno sólo cada cinco años, mientras sus jefes, que ganan 100 veces más que ellos, tuvieran derecho a votar por el aumento de sus sueldos cada año?
La desigualdad, en aumento
Hutton insinúa que la desigualdad extrema, además de ser moralmente repugnante, impone enormes pérdidas económicas en la sociedad. Lejos de fomentar la creación de riqueza e innovación, afirma que mina el proyecto empresarial al ofrecer recompensas inmensas por un juego de suma cero, en el que unos pierden para que otros ganen, y que sencillamente arrastran los activos existentes. Cuando las finanzas son tan absurdamente lucrativas como ocurre en Estados Unidos y Gran Bretaña, las empresas y el talento se desvían inevitablemente de la creación de la auténtica nueva riqueza.
Y para los que afirman que las grandes disparidades salariales son una consecuencia natural de la necesidad de fomentar el rendimiento directivo, sobre todo en el sector financiero, Hutton tienen una respuesta contundente: J. P. Morgan, que podría considerarse el banquero de mayor éxito de la historia, “decretó que sus altos directivos no debían recibir un sueldo más de 20 veces superior al sueldo de los trabajadores en los escalafones más bajos de sus empresas”.
Por lo tanto, se mostraría escéptico ante el hecho de ofrecer a cualquier persona un sueldo 81 veces superior al de los trabajadores normales, que es la diferencia media entre los altos directivos y los trabajadores en Gran Bretaña, por no hablar de los sueldos de directivos 300 veces superiores a los de los trabajadores en Estados Unidos. Quién sabe qué habría pensado Morgan de otra sorprendente estadística que revelaba Portillo: la desigualdad es ahora tan extrema, que los 74 ciudadanos más ricos de Estados Unidos reciben más ingresos que los 19 millones de trabajadores de puestos inferiores juntos. Y entonces nos encontramos con una paradoja tan sorprendente como el mismo aumento de la desigualdad. En la última década, los políticos del mundo, en lugar de propugnar una mayor igualdad y redistribución, se han desviado hacia la derecha.
Los recortes afectan a los más pobres
Lejos de ser el preludio de una nueva era de “equidad”, la crisis financiera y el gobierno de coalición parecen llevar a Gran Bretaña hacia la dirección opuesta, tal y como muestra la sólida recuperación de las bonificaciones y el carácter regresivo de los recortes. ¿Por qué se están posicionando los políticos contra las iniciativas de redistribución, aunque incremente la ansiedad pública por la desigualdad?
Quizás la clave se encuentre en las clases sociales que sufren más la desigualdad. Cuando los más desfavorecidos sufren el recorte en sus ingresos, la desigualdad puede amenazar realmente la estabilidad social y obligar a los políticos a dar un giro hacia la izquierda. Cuando la floreciente riqueza de los adinerados es la causa principal de la desigualdad, no afecta a los pobres, sino a las clases medias. Éstas no pueden acceder a las viviendas de los barrios más deseados y no pueden disfrutar de las comodidades que sus padres daban por sentadas, desde los mejores colegios hasta comer en los mejores restaurantes.
Este tipo de desigualdad produce un resentimiento hacia las políticas redistributivas que favorecen principalmente a los pobres a costa de la clase media. Tal es la situación actual en Gran Bretaña y Estados Unidos. La oposición popular a las políticas de redistribución en Gran Bretaña probablemente se intensifique a media que empiecen a afectar de lleno al nivel de vida de la clase media las reformas del gobierno de coalición, como la anulación de los subsidios familiares, la triplicación de las cuotas universitarias y los recortes en las pensiones y en los sueldos del sector público.
Pero si la clase media de Gran Bretaña siente cada vez más rencor ante la redistribución, ¿cuál es la respuesta ante esta desigualdad en la sociedad británica que no deja de aumentar? Y entonces vuelvo a los comentarios de Portillo en España: “Esta desigualdad es un desastre incipiente; pero no siempre tenemos respuesta ante los desastres incipientes”.