¿Somos tan racistas?

La hostilidad ante los extranjeros alcanza su cúspide con los insultos proferidos contra la ministra de Integración, Cécile Kyenge. Para demostrar que no son racistas, los italianos tendrán que luchar contra los brotes de intolerancia, escribe la periodista y escritora Isabella Bossi Fedrigotti.

Publicado en 31 julio 2013 a las 15:25

Insultos, plátanos, más insultos, en forma de palabras o de gestos, dirigidos a nuestra ministra de Integración. Son reacciones que nos han hecho tristemente famosos en el mundo entero, hasta el punto de que, hace dos días, la cadena CNN abría sus informativos con una noticia titulada: "Italia, ¿país de plátanos?". Sobra decir que estos nuevos "patinazos", como les gusta denominarlos a aquellos que prefieren minimizar el asunto, perjudican a nuestra imagen internacional, cuyo brillo está ya bastante deslucido. No es que pensemos únicamente en lo útil, pero lo cierto es que los turistas estadounidenses de color, y no sólo de Estados Unidos, sino de otros lugares, pueden pensar que Italia es un país que deben evitar.

¿Realmente nos hemos vuelto racistas? A juzgar por lo que leemos en blogs y en las redes sociales, podríamos decir que sí, sin duda, puesto que los insultos y los ataques virulentos contra los inmigrantes parecen ser el pan de cada día. No obstante, es de todos sabido que el anonimato impulsa a la gente a expresar lo peor de sí mismos y que la mayoría de las veces se trata de personas frustradas, insatisfechas e irritadas las que mantienen un discurso agresivo: el resto de personas, que a pesar de todo son aún mayoría, por lo general se callan.

La Bota, tierra de acogida

No, no somos racistas, como lo demuestra la forma con la que las poblaciones acogen por lo general a los desdichados que desembarcan en nuestras costas. Se ha convertido casi en lo habitual: a su llegada, los particulares acuden con mantas, ropa, vituallas para ayudar a esas personas que llegan en patera. No es raro incluso que les ofrezcan alojamiento.
[[Racistas no, ni siquiera en ciertos centros de Venecia]], que en la época de los “alcaldes-sheriff” parecían verdaderas ciudadelas de intolerancia. Si nos remitimos a los hechos, comprobamos que precisamente en Venecia es donde los inmigrantes afirman estar mejor integrados, más que en cualquier otro lugar de Italia. No somos racistas, si observamos los colegios multiétnicos, que se están convirtiendo en la regla general, así como el trabajo extraordinario que desarrollan a diario en toda Italia los directores de los colegios, los profesores e incluso en muchas ocasiones los padres de los alumnos.

El mal ejemplo de los políticos

Es verdad que la exasperación, el rencor, la ira hacia los extranjeros no son sentimientos y comportamientos ajenos a los italianos. Ni mucho menos. Pero sobre todo son consecuencia de la ausencia de control, de la falta de intervencionismo generalizada, de la incertidumbre de la pena. Cuando al norteafricano que ha atropellado y matado a una joven en un paso de peatones antes de darse a la fuga le conceden el permiso de residencia, cuando a un ladrón albanés le dejan en libertad y quizás nos lo crucemos por la calle unos días después, cuando los habitantes de un campamento de gitanos pueden transformar tranquilamente el parque del barrio en una especie de vertedero, cuando los proxenetas rumanos, eslavos, albaneses pueden poner a sus chicas en la acera con total impunidad, entonces es cuando sin duda echa raíces el germen del racismo. A partir de entonces, los extranjeros se convierten en chivos expiatorios que, al no tener empleo y al no saber qué hacer, caen fácilmente en las redes de la delincuencia.

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[[De ahí que exista el riesgo de una desviación intolerante, alimentada por la laxitud]], por unas fuerzas del orden con falta de personal, pero también, en muchas ocasiones, por unas leyes inaceptables. Aunque los insultos también contribuyen a esta desviación, sobre todo cuando son proferidos por personajes públicos a la vista de todos, y cuando los utilizan de forma estudiada para suscitar por un lado un aplauso fácil, y por otro indignación, una combinación con la que tienen garantizados algunos artículos en los periódicos y una notoriedad para unas personas que quizás durante un tiempo no habían recibido ninguna atención.

Esos insultos racistas son un veneno que se extiende con una falta de distinción peligrosa y que contamina rápidamente a las personas que socialmente y culturalmente son las más débiles, pues pensarán “si esa persona de tan alto nivel puede hablar de "orangután", ¿por qué no podemos dar nosotros rienda suelta a nuestra ira diciendo "macaco, gorila, vuelve a la jungla y coge esos plátanos"?". Y eso es exactamente lo que ha pasado.

La reacción de Cécile Kyenge

“El cambio ya está en curso”

“Las voces racistas asfixian Italia”, critica Cécile Kyenge en la portada de Libre Belgique. La ministra de Integración italiana, la primera en ser ministra negra de la historia de la Bota, relata en una entrevista concedida al diario belga los ataques racistas que sufre desde que fue nombrada el pasado mes de abril. El 27 de julio, concretamente, tuvo que quitarse de encima las peladuras de plátanos. El 13 de julio, Roberto Calderoli, uno de los vicepresidentes del Senado y miembro de la Liga Norte, la comparó con un “orangután”.

Estos ataques son “un hecho cultural y debemos poner en marcha cuanto sea posible para que en Italia tenga lugar un cambio cultural”, responde Cécile Kyenge. La ministra, que nació en Congo y llegó a Italia a los 19 años, considera que “el cambio ya está en curso”.

Los italianos no son más racistas que otros, asegura ella. “En este momento, simplemente, algunas voces racistas asfixian Italia pues, desgraciadamente, se hacen oír por encima de otras”. En su opinión, “Italia no necesita copiar otro modelo de integración. Es un país que ha vivido en sus propias carnes el sufrimiento de la emigración y, hoy en día, su experiencia de inmigración no es comparable a la de Francia o a la de cualquier otro país”.

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