El oficial francés, encarnado por Pierre Fresnay, (izquierda) y su homólogo alemán, interpretado por Erich von Stroheim, en "La gran ilusión" de Jean Renoir (1937).

La identidad cultural europea es el diálogo

En plena Primera Guerra Mundial, Marcel Proust creaba personajes a los que a pesar de todo les atraía la cultura alemana. Según el semiólogo Umberto Eco, prueba de ello es que los intercambios culturales son lo que más ha contribuido a forjar la Europa actual.

Publicado en 11 noviembre 2013 a las 10:48
El oficial francés, encarnado por Pierre Fresnay, (izquierda) y su homólogo alemán, interpretado por Erich von Stroheim, en "La gran ilusión" de Jean Renoir (1937).

Los que ejercen la misma profesión que yo deben realizar unos esfuerzos titánicos para no asistir a congresos, simposios o entrevistas sobre el tema obsesivo de la identidad europea. El problema no es algo nuevo, pero se ha vuelto más candente en los últimos años, cuando precisamente muchas personas niegan su existencia.

Es curioso constatar que muchas de las personas que la rebaten y a las que les gustaría que el continente se dividiera en una multitud de minúsculas patrias poseen un bagaje cultural limitado y, más allá de su xenofobia casi congénita, ignoran que desde 1088, fecha de la creación de la Universidad de Bolonia, “clérigos vagantes” de todos los horizontes deambulaban de universidad en universidad. Desde Uppsala [en Suecia] a Salerno [en Italia], se comunicaban en el único idioma común que conocían, el latín. Tenemos la impresión de que únicamente las personas cultivadas perciben esta identidad europea. Es triste, pero al menos es un comienzo.

Perfume de germanofilia

En este sentido, me gustaría citar algunos pasajes de El tiempo recobrado de Proust. Nos encontramos en París, durante la Primera Guerra Mundial. Por la noche, la ciudad teme las incursiones de los zepelines. La opinión pública culpa a los aborrecidos “boches” (término despectivo con el que denominaban a los alemanes) de todo tipo de atrocidades. Pues bien, estas páginas de Proust exhalan un perfume de germanofilia que se refleja en las conversaciones entre los personajes.

Charlus es germanófilo, aunque su admiración por los alemanes parezca estar menos relacionada con afinidades culturales que con sus preferencias sexuales: “Nuestra admiración por los franceses no debe hacernos menospreciar a nuestros enemigos, sería rebajarnos nosotros mismos. Y no sabe usted qué soldado es el soldado alemán, no le ha visto desfilar a paso de revista, al paso de la oca. Y volviendo al ideal de virilidad que me esbozara en Balbec […], añadió: ‘Mire, ese soberbio mocetón que es el soldado boche es un ser fuerte, sano, que no piensa más que en la grandeza de su país: Deutschland über alles”.

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Dejemos ahora el personaje de Charlus, aunque en sus discursos germanófilos encontremos ya ciertas reminiscencias literarias, y hablemos mejor de Saint-Loup, un soldado valeroso que perderá la vida en combate. “[Saint-Loup] para hacerme comprender ciertos contrastes de sombra y de luz que habían sido ‘el encanto de su madrugada’ […] no dudaba en aludir a una página de Romain Rolland, hasta de Nietzsche, por esa independencia de las personas del frente que no temían, como los de la retaguardia, pronunciar un nombre alemán […]. Saint-Loup me hablaba de una melodía de Schumann, daba el título en alemán y no andaba con circunlocuciones para decirme que cuando, al amanecer, oyó un primer gorjeo en la orilla de aquel bosque, sintió el mismo arrobo que si le hubiera hablado el pájaro de aquel ‘sublime Siegfried’ que esperaba oír después de la guerra".

Estudiar la cultura

O incluso: “Me enteré de la muerte de Robert de Saint-Loup, caído a los dos días de volver al frente, cuando protegía la retirada de sus hombres. No hubo hombre con menos odio que él a un pueblo […]. Las últimas palabras que oí salir de su boca, seis días antes, eran las que comienzan un lied de Schumann y que me tarareaba en mi escalera, en alemán, tanto que, por los vecinos, le hice callar”. 

Y Proust se apresura a añadir que toda la cultura francesa no se privaba de estudiar la cultura alemana, ni siquiera entonces, aunque tomando ciertas precauciones: “Un profesor escribía un libro notable sobre Schiller y se comentaba en los periódicos. Pero, antes de hablar del autor del libro se hacía constar, como una autorización de la censura de imprenta que había estado en el Marne, en Verdún, que había sido citado cinco veces, que había perdido dos hijos en la guerra. Consignado esto, se alababa la claridad, la profundidad de su obra sobre Schiller, que se podía calificar de gran obra con tal de decir en lugar de ‘ese gran alemán’, ‘ese gran boche’”.

Esto es lo que constituye el fundamento de la identidad cultural europea, un largo diálogo entre las literaturas, las filosofías, las obras musicales y teatrales. Nada que no pueda borrar una guerra. Y sobre esta identidad se fundamenta una comunidad que resiste a la mayor de las barreras: la del idioma.

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