Hay veces en que los expertos en gramática me dan risa. Describen el francés como una lengua terriblemente difícil y complicada, llena de nudos que debemos deshacer con dedos de hilandera. Compiten por subrayar las contradicciones, las incertidumbres de nuestra lengua, presentada como una urdimbre de despropósitos, con sus verbos irregulares, sus participios de concordancia imposible, sus adjetivos descontrolados, sus plurales singulares, sus tiempos caducos; ¡vamos, que según estas descripciones, la pobre lengua francesa es un auténtico galimatías!
Tomemos, por ejemplo, los géneros, tan arbitrarios en francés, mientras que en húngaro no existen ni el masculino ni el femenino para los objetos comunes, al igual que en inglés. ¡Ah, el húngaro! ¡Ah, el inglés! ¡Neutros de todos los países, uníos! Es cierto que no existe una razón inteligente para la table y le bureau, la rose y le lys... ¿Que eso molesta a los magiares? ¡Pues vaya cosa!
Me entran ganas de llevar la contraria a los que así se lamentan con una suposición perfectamente gratuita: ¿y si esa sutileza, ese aspecto de encaje de bolillos, fuera precisamente una de las armas secretas del francés? ¿Eh? La rose y le lys... Me sorprenden en grado sumo las afirmaciones de ese joven matemático que dice abiertamente del grupo de investigadores galos en matemáticas fundamentales que es el que mejores resultados obtiene en el plano internacional porque utilizan el francés, precisamente, y no el inglés como el resto de las ciencias. Nos tomamos un poco a la ligera este tipo de declaraciones... ¿Y si la complejidad de nuestra lengua, tan incierta y oscilante, tan inestable sobre su base debido a este fabuloso enredo de masculinos y femeninos gramaticales totalmente irracionales, tuviera que ver con esa disposición para las matemáticas? ¿Y si esta lengua a modo de encaje de bolillos favoreciera el malabarismo que supone el baño en las matemáticas a un nivel de abstracción tal que un espíritu ducho en una lengua "irracional" esté mejor adaptado a la locura absurda de la investigación en un terreno en el que dos y dos no tienen por qué ser cuatro? Oh là là! ¿A qué laberinto nos lleva este pensamiento? Efectivamente, no hay ninguna razón razonable, sino una convención secular, para que le lys sea masculino y la rose femenino. ¡Ninguna! Pero, ¿qué pasaría si este absurdo aplicado al conjunto de la lengua hiciera que el hablante del francés adoptara una actitud de desconfianza o simplemente vigilante?