El llamamiento de Vladímir Putinpara la creación de una comunidad económica armoniosa que se extendería desde Lisboa a Vladivostok ha sido acogida en Europa con escepticismo. Según diversos comentaristas, tal comunidad no sería sino una cortina de humo, un regalo envenenado mediante el cual Moscú intenta atrapar a la UE en sus redes. Nada sorprendente: en Europa las raíces de la rusofobia se remontan cuanto menos al siglo XIX y han sido reforzadas en los últimos años por los países de Europa Central; éstos nada más ingresar en la UE en 2004 contribuyeron a torpedear —con el beneplácito de los Estados Unidos— la tentativa rusa de establecer relaciones privilegiadas con Francia y Alemania. La desconfianza de los países del extinto Pacto de Varsovia es más que comprensible.

En el marco de las relaciones internacionales, los factores emocionales son a menudo determinantes, pero el quid de la cuestión hay que buscarlo casi siempre en las relaciones económicas. Ahora bien, desde este punto de vista, Rusia, que ha disminuido drásticamente los ingresos de sus exportaciones de materias primas tras la crisis, tiene una necesidad imperiosa de diversificar su economía.

La cooperación con la Unión marca pues una nueva orientación por razones estructurales, pero no sólo por eso: el poder de las oligarquías de la energía se está debilitando y la voz de los que desean una normalización de las relaciones con Europa en nombre del legado histórico y cultural común se oye hoy con más fuerza. Como ha escritoel influyente analista Sergei Karaganov: “no existe una alternativa para Rusia que no sea el acercamiento político y social con Europa. Sin Europa no seríamos rusos”. Esta necesidad ya ha impulsado a Rusia a dar algunos pasos adelante sorprendentes, como su posicionamiento en la cumbre de la OTAN de Lisboay con la condena de la masacre de Katyn.

La elección presidencial de 2011 opondrá casi con toda certeza a Putin y a Dimitri Medvedev, que ha hecho de la apertura a los países occidentales uno de los mayores principios de su presidencia. Desde esta óptica, el cambio de actitud de Putin merece una gran atención: para los dos candidatos, la UE podría convertirse en un terreno común antes que un criterio de diferenciación. No sólo están en juego las grandes posibilidades ofrecidas por el mercado ruso, sino también la perspectiva de atenuar las rivalidades con Europa del Este y de enmarcarlas en una competitividad económica y política “normal”.

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En definitiva, se trata sobre todo de evitar que Rusia se deslice inexorablemente hacia la alternativa china, lo cual contribuiría a desplazar al Este el eje de la economía global. Los escépticos tienen razón al ponerse en guardia contra las cláusulas escritas en letra pequeña: el riesgo de salir escaldado es muy real, pero como demuestran las vicisitudes del gasoducto Nord Stream y South Stream, si los países de la UE continúan deseando gestionar solos las relaciones con Moscú, tal política tendrá un coste. Europa tiene buenas cartas en esta partida y no debe temer jugar en la mesa del oso, siempre que sepa imponer sus propias reglas.

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