Cuando se entrevista a los entrenadores italianos tras una derrota, cuentan con un método infalible para eludir las responsabilidades del equipo y dirigir hacia otro objetivo la cólera de los seguidores: la toman con el árbitro. En otros lugares de Europa, esta costumbre se observa con asombro y desprecio: en otros lugares, las decisiones del árbitro se respetan siempre, incluso en caso de errores manifiestos.

Probablemente gracias a su larga experiencia como presidente del club de fútbol Milan AC, Silvio Berlusconi ha sido el primero en trasladar este concepto a la política, sustituyendo en este caso la figura del árbitro por la del juez. Además, al igual que sucede con los árbitros, los jueces en raras ocasiones cuentan con la simpatía del público. Sólo nos acordamos de que existen cuando cometemos faltas y siempre se equivocan cuando nos sancionan. De este modo, los ataques del jefe de gobierno italiano contra los jueces, a los que tacha habitualmente de "subversivos" y de "comunistas", le han permitido durante años desviar la atención de sus faltas más atroces y de los estrepitosos fracasos de su equipo.

A diferencia de la Europa del fútbol, la de la política aprende rápidamente la lección italiana. Hace poco, Nicolas Sarkozy la emprendió con los jueces y atribuyó a su negligencia la responsabilidad de un asesinato que escandalizó a toda Francia. Y Viktor Orbán ha aprovechado el rechazo tan impopular de un severo impuesto contra los "responsables de la crisis" por parte del Tribunal Constitucional para reducir en gran medida los poderes del mismo. Al presidente francés y al primer ministro húngaro les impulsan motivaciones diferentes: en el caso del primero, se trata de aumentar su nivel de popularidad antes de las presidenciales de 2012, en el del segundo, es una cuestión de tener las manos libres para cosechar los frutos de su reciente triunfo electoral. Pero los dos recorren el mismo sendero trazado por Silvio Berlusconi, que desde siempre se ha esforzado por socavar los contrapoderes y por explotar el recelo hacia las instituciones, dirigiéndose directamente a las tripas del pueblo para obtener del mismo una legitimidad incondicional.

Se trata de una táctica que puede funcionar a corto plazo. Pero si logra captar a otros seguidores en Europa, la política de todo el continente podría correr la misma suerte que el fútbol italiano, que cada vez es más confuso y mediocre y cada vez es menos competitivo en el ámbito internacional, donde los árbitros no se dejan intimidar por los gritos de los entrenadores.

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