Nadie esperaba una advertencia procedente de este país. El atentado y la masacre cometidos por Anders Breivik el 22 de julio plantean unas cuestiones que resuenan en toda Europa, cuando Noruega parecía estar al margen de los acontecimientos del resto del continente.

Los noruegos, alejados geográficamente del centro del continente, viven en un país asentado en una riqueza petrolera cuya gestión les garantiza un futuro más próspero que al de sus vecinos. Noruega, ausente en la escena europea tras haber rechazado en dos ocasiones su adhesión a la UE (aunque forma parte del espacio Schengen y del Espacio Económico Europeo), daba poco de que hablar y por ello fue una sorpresa que desde 2009, con el Partido del Progreso, la extrema derecha fuera la segunda fuerza política del país.

Las 76 víctimas de Breivik han relacionado brutalmente a Noruega con el resto de Europa. En Italia y en Francia, donde algunos representantes han hecho apología del asesino, la Liga del Norte y el Frente Nacional tendrán que demostrar, al menos durante un tiempo, que su discurso contra el islam y el multiculturalismo, con el que han triunfado hasta ahora, no está asociado a la violencia ciega. Y en Países Bajos, el mediático jefe del Partido de la Libertad, Geert Wilders, sin el que el Gobierno no se mantendría en pie, está sufriendo la presión porque Breivik le elogió en su manifiesto publicado en Internet.

Desde hace varios años, el aumento del apoyo a los populistas y a la extrema derecha se consideraba una tendencia europea, pero impulsada por las circunstancias nacionales, contra la que nadie buscaba una respuesta general. Con la tragedia de Oslo y de la isla de Utøya, se piden por todo el continente responsabilidades a estos partidos y se siente de igual modo la amenaza de la violencia de la extrema derecha.

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Esta amenaza, durante mucho tiempo olvidada por los servicios de inteligencia, centrados en el peligro del islamista radical, debe combatirse en serio y en un contexto colectivo europeo. Las esferas de influencia radicales y neo-nazis son de sobra conocidas, por lo que no debería resultar difícil.

Aunque habrá que tener cuidado para no incluir a todos los grupos en la misma categoría, un método al que precisamente son tan aficionados los populistas y los extremistas. La actuación de Anders Breivik implica una gran parte de locura personal, algo común en todos los extremistas y terroristas de todas las culturas, religiones y tendencias políticas. Y si Wilders, Marine Le Pen, Heinz Christian Strache en Austria o Siv Jensen (líder del Partido del Progreso noruego) atraen a tantos electores, es porque saben tocar la fibra sensible del electorado. La respuesta en toda Europa sólo puede ser política: con repuestas al malestar de estos electores mediante ideas y actos sobre la inmigración y la coexistencia de culturas, sobre la globalización, la crisis y el paro y sobre el equilibrio entre los poderes político y económico.

Después de plantear este desafío, la respuesta también puede proceder de Noruega. Tal y como ha afirmado el primer ministro Jens Stoltenberg, "a la violencia se responde con más democracia".

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