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Justiniano I, emperador del Imperio Bizantino de 527 a 565. Basílica de San Vital, Rávena (Italia).

Lecciones bizantinas para Europa

Los líderes de Bizancio superaron todos los retos, construyeron una unión política y fiscal con una moneda única en el seno de una comunidad multilingüe y multiétnica, y sacaron a su pueblo de una dura recesión. Los líderes europeos deberían inspirarse en el ejemplo que habitó el rincón oriental del Imperio Romano, sugiere un historiador británico.

Publicado en 18 marzo 2013 a las 12:03
Justiniano I, emperador del Imperio Bizantino de 527 a 565. Basílica de San Vital, Rávena (Italia).

A veces resulta fácil olvidar por qué se estudia Historia. Por supuesto, usamos el pasado para entender el presente; pero también, teóricamente, aprendemos de él. Es una pena que en el nuevo currículo de estudios británico no tenga cabida la historia de Bizancio. La mitad oriental del Imperio Romano que floreció mucho después que la propia Roma y que también entró en decadencia al final de la Antigüedad clásica. El Imperio Bizantino puede jactarse de ser uno de los pocos reinos que ha sobrevivido durante más de un milenio, de la fundación de Constantinopla en el año 330 a su caída en 1453.
Desafortunadamente, dado que las generaciones siguientes nunca estudiaron a la potencia del Mediterráneo oriental que en su día reinó de Venecia a Palestina, del norte de África hasta el Cáucaso, la lección que ahora podría aprender el mundo moderno se ha perdido en la nebulosa del tiempo, una lección que le sería muy útil a la Europa actual.
Como la UE, el Imperio Bizantino era una comunidad multilingüe y multiétnica que se extendía por varios climas y con diferentes economías locales, abarcaba desde ciudades a burgos animados, de puertos prósperos a pequeños asentamientos rurales. Y no solo eso, sino que también tenían una moneda única, una, además, cuyo valor no fluctuó a lo largo de los siglos.

Un modelo de sofisticación

Al contrario de las ideas que se manifiestan casi a diario en la Cámara de los Comunes, en la que los diputados aluden reiteradamente al adjetivo "bizantino" para describir la sobrerregulación o la legislación excesivamente enrevesada, el Imperio Bizantino fue de hecho un modelo de sofisticación, especialmente en el tipo de asuntos en los que a la UE le hubiese gustado. Bizancio, en contraposición la Unión Europea, no estaba marcada por la ineficacia y la disparidad en materia fiscal: no era posible esconder los beneficios de una región más aventajada para poder socavar así la estructura del imperio. El Gobierno de Bizancio era frugal, simple y eficiente.
No se planteaba que en las distintas partes del Imperio pudiesen disponer de diferentes normas o políticas impositivas. Para que el Estado funcionase con una moneda única, también tenía que haber una unión fiscal, económica y política. Había que pagar impuestos en la periferia para disfrute del centro; y se sobreentendía que los recursos tenían que redistribuirse desde las regiones ricas hacia las que no habían corrido tanta suerte, a pesar de que no todo el mundo estuviese contento con esta medida. La libertad, mascullaba un autor del siglo XI, significaba no pagar impuestos.
Si los eurócratas aprendiesen de la estructura del Imperio, entonces también se podrían beneficiar de apreciar cómo gestionaron una recesión crónica, causada por la misma concatenación fatal de factores que paraliza hoy en día las economías occidentales. En la década de 1070, se colapsaron los ingresos del Gobierno. El gasto aumentaba especialmente en servicios esenciales (como el ejército) y la situación se agravó en un contexto de crisis crónica de liquidez. Llegó hasta tal punto que las puertas del tesoro permanecían abiertas, no tenía sentido cerrarlas, tal y como escribió un coetáneo, porque no había nada que robar.

Los responsables lo pagaban

No hubo piedad con los responsables de la crisis. El Herman Van Rompuy de la época, un eunuco llamado Nicéforo, fue quemado vivo por una población airada que se enfrentaba a subidas de precios y a una reducción de la calidad de vida. Al final fue torturado hasta la muerte. El descontento generalizado provocó que otros también fuesen bruscamente destituidos de sus cargos y, en ocasiones, obligados a convertirse en monjes, probablemente para que pudiesen rezar pidiendo la absolución de sus pecados.
La crisis incluso hizo que aumentase el peso de un personaje similar a Nigel Farage, cuyos argumentos sobre por qué las cosas habían salido mal sonaban “tan persuasivos”, según un coetáneo, que la gente "lo colocó en un pedestal de común acuerdo" y en todas partes se le recibía con aplausos. Era un soplo de aire fresco en un momento en el que la vieja guardia estaba paralizada por la inacción y por una nefasta escasez de buenas ideas. Era complicado rebatir su mensaje: que los dirigentes en el poder era inútiles.
Las políticas miserables que se estaban aplicando eran un desastre, pues no tenían ningún efecto a la hora de arreglar los problemas. Entre ellas se devaluó la moneda acuñando cada vez más monedas mientras se reducía la cantidad de metal que se empleaba en ellas. En otras palabras, era una manera de flexibilidad presupuestaria. Era como poner una tirita para curar una herida de bala.

Medidas decisivas e indispensables

Conforme la situación empeoró, llegó el momento en que se hizo necesario depurar a la vieja guardia. Se introdujo sangre nueva y con ella llegaron ideas totalmente nuevas. Un rescate alemán fue una sugerencia, aunque no llegó a materializarse, a pesar de que durante un tiempo se veía como una solución prometedora. Pero cuando la comida empezó a agotarse y el discurso viró hacia el apocalipsis, ya no quedó otra opción que la tomar medidas decisivas.
La solución se estructuró en tres pasos. El primero, la moneda se retiró de circulación y se reemplazó por otras de nueva denominación que reflejaban el valor real; el segundo, el sistema impositivo se cambió por completo, estableciendo un registro en el que constaban las posesiones de cada uno en todo el Imperio y que sirvió de base para recaudar impuestos; y, por último, se redujeron las barreras comerciales para promover que quienes dispusiesen de capital foráneo invirtiesen más barato y de forma más sencilla que en el pasado, no para adquirir bienes, sino para incentivar el comercio.
La miseria del Imperio llegó hasta tal punto que dichas barreras se derrumbaron de forma que los foráneos podían hacer mejore ofertas que los propios sujetos del Imperio, al menos a corto plazo, para estimular la economía. Esta estrategia funcionó y no fue tan dolorosa como se auguraba. Resucitó a un paciente que había sufrido un paro cardiaco.
Por cierto, el Nigel Farage del siglo XI no consiguió sus objetivos, pero sí que abrió el camino para que un candidato realmente bueno llegase a la cima. El hombre que reconstruyó Bizancio fue Alejo III Comneno, aunque tuvo que pagar un precio por sus reformas. Fue menospreciado en vida por tomar decisiones difíciles y la historia lo ignoró durante siglos. Quizá hoy debiésemos buscar a alguien tan fornido como él.

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