Viaje al corazón de la “zona gris” de Europa

La comparación con la época de la Unión Soviética es inevitable cuando un moldavo visita "la última dictadura en el corazón de Europa". Sin embargo, los bielorrusos miran hacia Europa al menos tanto como hacia Moscú.

Publicado en 17 octubre 2012 a las 11:29

Quienes hayan visto la película “La zona gris” (2001), dirigida por Tim Blake Nelson, seguro que se acuerdan de que la zona gris en cuestión designa la antecámara de la muerte, donde se preparaba a los presos de Auschwitz antes de morir en la cámara de gas. Por extensión, la noción de zona gris implica incertidumbre y angustia, pero también el rayo de esperanza de que lo que va a suceder no será tan macabro como lo habíamos imaginado. Es precisamente lo que sentí durante los cuatro días que pasé en Bielorrusia.

Desde 1994 [año de la elección del presidente Alexander Lukashenko], este país vive bajo la autoridad de un régimen autoritario, "la última auténtica dictadura en el corazón de Europa", como lo designan los dirigentes occidentales. No podía desaprovechar la oportunidad de volver a visitar este país, tras haberlo hecho por primera vez en 1998, con ocasión del campeonato europeo de boxeo en el que participaba. Por aquel entonces, tenía la impresión de estar en cualquiera de los países del espacio soviético, ni mejor ni peor que Moldavia, Ucrania o Rusia.

Hoy veo Bielorrusia de un modo distinto. Me aproveché de ser moldavo con más de un pasaporte en mi bolsillo [muchos moldavos poseen también un pasaporte rumano, y por lo tanto europeo, por ascendencia familiar] para salir libremente de Lituania [el país vecino de Bielorrusia] con el pasaporte rumano y volver tranquilamente a Bielorrusia con el pasaporte moldavo. Tuve la impresión de entrar en Transnistria [región separatista pro-rusa de Moldavia]: los mismos uniformes soviéticos verdes, las mismas miradas suspicaces.

Un oasis de paz y prosperidad

Atravesé en tren pueblos con casas cuidadas, ciudades limpias, buenas carreteras. En Minsk, la capital, las calles son amplias, la arquitectura de estilo soviético se alterna con edificios modernos y los símbolos soviéticos coexisten con las grandes insignias del capitalismo occidental. La primera impresión fue de orden y de tranquilidad. Pregunté a varios viandantes si compartían mi sensación. Me respondieron con juegos de palabras, con esa ironía que refleja tan bien el "doble pensamiento" con el que los bielorrusos consiguen sobrevivir día a día. Con comentarios como "Tranquilo como un cementerio" y "Aquí se limpian las calles y los cerebros". Rápidamente me acostumbré a sus bromas sobre la vida diaria, pero necesité más tiempo para entender el fondo de las cosas.

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En el metro o en las tiendas, la gente no sonríe, avanzan con la mirada hacia abajo. Cuando anochece, los grupos de tres personas corren el riesgo de que la policía les llame la atención [en el código penal de varios países comunistas, una asociación de más de tres personas equivale a una asociación de malhechores]. Observé el miedo y la desesperanza en los ojos de los viandantes de este país en el que todo lo decide un solo hombre, "el padre del pueblo bielorruso, 'Batiushka' ”. Un país en el que las elecciones se falsifican, se intimida a los candidatos, se maltrata a los jóvenes, donde la gente desaparece, donde todo tiene un trasfondo militar, empezando por los colegios, donde los servicios de inteligencia todopoderosos garantizan la paz. Un orden de cementerio domina Bielorrusia.

En la televisión sólo vi noticias teñidas de una cierta retórica antioccidental, que aseguraba que el hundimiento de la eurozona y de la Unión Europea sería inminente y que en este contexto turbio, Bielorrusia es un oasis de paz y de prosperidad (aunque la mayoría de la gente viva al límite del umbral de la pobreza). También se informa de que la única alternativa para el continente europeo es la Unión de Rusia, Bielorrusia y Kazajistán, que en breve se convertirá en la Unión Euroasiática, un proyecto que suscita el interés de 20 países, entre ellos, Nueva Zelanda y Moldavia que "hasta hace poco quería adherirse a la UE".

Pero para mi alegría, también vi otra Bielorrusia, ligada al recuerdo de una época en la que estas tierras pertenecían a la civilización europea, bajo diversas formaciones estatales. Una época que contribuyó a la cultura europea y mundial con numerosas mentes ilustradas, que dio forma a un país anclado en los valores de la lengua y la cultura bielorrusa y que estaba vinculado a la bandera histórica blanca, roja y blanca que los bielorrusos sólo enarbolan en sus casas, desde que fue prohibida por Alexander Lukashenko en 1995 y sustituida por la de la Bielorrusia soviética.

La atracción de la UE

A lo largo de su historia, al pueblo bielorruso le ha atormentado un dilema eterno: ¿formar parte de la civilización europea o unirse a un futuro conjunto euroasiático? Ha pertenecido a varias construcciones estatales: desde el Principado de Polotsk, considerado como el origen del Estado bielorruso, al Principado de Lituania, desde la República de las Dos Naciones (polaco-lituana) hasta el Imperio Ruso o la Unión Soviética. Sus dificultades de identidad y lingüísticas son reales, por muy ahogadas que estén por el idioma y la cultura rusa.

Sin embargo, Bielorrusia se ha esforzado en varias ocasiones para no ser únicamente una parte del gran pueblo ruso… En 1812, apoyó a Napoleón contra Rusia, con la esperanza de restaurar la formación estatal anterior a las tres divisiones de Polonia entre 1792 y 1795. En 1918, la República Popular de Bielorrusia fue reconocida por Alemania, Austria, Lituania, Letonia, Estonia, Finlandia, Polonia, Ucrania, Checoslovaquia, Armenia, Georgia y Turquía, antes de ser destruida por la invasión del Ejército Rojo y de ser transformada en república soviética. Durante la Segunda Guerra Mundial, se produjo otro intento de Estado con la Rada Central, desaparecida con el regreso de los soviéticos. Por último, en 1991, Bielorrusia se desvinculó de la Unión Soviética y conoció un inicio de democratización.

Estos recuerdos históricos dan esperanzas a los bielorrusos y les impulsan a salir a la calle para protestar, a hablar en su idioma en lugar de en ruso en sus cocinas y a mantener escondida la bandera histórica. Comenté a mis amigos que eran aún más desdichados "que nosotros, los moldavos, en la época soviética". Al menos entonces nosotros no sabíamos cómo se vivía en Occidente y estábamos convencidos de vivir en "el país más democrático, más rico y más poderoso del mundo". Hoy, los bielorrusos se desplazan a Polonia o a Lituania para ir de compras o para ir a la universidad y la Unión Europea ejerce una atracción constante sobre su existencia.

No creo que el silencio sepulcral pueda durar mucho tiempo más. Se acerca el tiempo en el que los bielorrusos podrán escuchar al grupo Lyapis Trubetskoy en su país, en Minsk, Gómel o Moguilov. Hoy sólo pueden hacerlo en Kiev, Varsovia o Vilna, ya que Batiushka ha prohibido al grupo bielorruso más popular que viva y cante en su país.

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