Ideas Puertas giratorias
José Manuel Barroso y Neelie Kroes durante una conferencia de prensa en 2007.

Barroso y Kroes continúan la tradición neoliberal

Lejos de ser excepcional, la reciente contratación del antiguo presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso, y de la antigua comisaria de la competencia Neelie Kroes, por el contrario recuerdan que Europa es el laboratorio de un nuevo tipo de Estado, en donde las fronteras de lo público y de lo privado son estructuralmente porosas.

Publicado en 10 noviembre 2016 a las 18:57
José Manuel Barroso y Neelie Kroes durante una conferencia de prensa en 2007.

José Manuel Barroso a Goldman Sachs, Neelie Kroes al “comité del consejo en política pública” (sic) de Uber… Espectaculares, estas dos contrataciones desde la cima de la Unión Europea, seguramente lo son. Pero nos estaríamos equivocando si solo vemos derrapes individuales, ligados ya sea al perfil ideológico de uno (neoconservador), o a la trayectoria profesional de la otra (que no ha dejado de navegar entre los consejos de administración de grandes grupos privados y las funciones políticas). De hecho, incumben menos a la patología que al funcionamiento ordinario de una política europea en la que se desarrolla plenamente desde hace más de dos décadas lo que podríamos llamar las “puertas giratorias neoliberales”.

Para éstos dos “tránsfugas”, en realidad se trata de hacer en lo “privado” exactamente lo opuesto de lo que hacían cuando estaban en lo “público”, es decir frustrar con el juego de las “interpretaciones”, de las “excepciones” y de las “derogaciones” aquello que otrora se esforzaban en establecer, es decir, la eficacia de las reglas europeas en materia de mercado interno, de la competencia y del control de déficits presupuestales. En éste caso, se está lejos de las puertas giratorias en el sentido “clásico”, como se observaba todavía en Francia en los años 70, que ligaba a las cimas del Estado con los grupos industriales y bancarios en sectores estratégicos o cercanos del mando público. Esta potente red conspiradora constituía en efecto el prolongamiento de una forma de prominencia del Estado y sus grandes organismos erigidos como “coordinador en jefe” de la economía mixta “a la francesa”.

Nada hay de eso en la Unión Europea, que nunca ha sido un “Estado protector”, ni un actor económico (el presupuesto de la Unión Europea es de solo 1% del PIB europeo). Es primeramente desarrollando un “intervencionismo liberal” al servicio de las libertades económicas y de la competencia “no deformada”, colocándose – de la Dirección General de la Competencia a la Corte de Justicia, pasando por las agencias de regulación – como “gran dador de órdenes” de los mercados privados que la UE ha definido su forma específica de Estado y de autoridad pública.

Y este Estado creador de mercadotecnia que se forja en el laboratorio europeo no ha tardado en alcanzar de vuelta a los Estados europeos que remodelaron profundamente su aparato administrativo. De Autoridad de la Competencia a Autoridad de los Mercados Financieros, se pusieron esos Estados “reguladores” a cargo, ya no de animar un espacio económico alternativo, sino de poner las bases del funcionamiento “libre” de los mercados privados por la vía de las “autorizaciones” (de puesta en el mercado), de “sanciones” (de abuso de posición dominante), de “reglas prudenciales” (para evitar las “fallas del mercado”), etc.

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Esta remodelación neoliberal del Estado ha encontrado reflejo en los mercados. Las grandes empresas han comprendido muy rápido que su “poder de mercado” no se jugaba solamente con su capacidad de innovación industrial y comercial, sino también con su capacidad de pesar sobre esta fábrica de mercados privados. El acceso al “regulador” sea quien sea (parlamentario, alto funcionario, comisario, juez, etc.). Se volvió un objetivo central de sus estrategias comerciales. Dicho de otra manera, a medida que los Estados de la UE se sumergían en los mercados y cumplían con el movimiento neoliberal, los actores privados, por su parte, emprendían un movimiento simétrico acumulando por todos los medios una especialización y un conocimiento práctico de lo “público” (creación de poderosos departamentos de negocios públicos, recurrir a los grupos de presión, contratación de antiguos “reguladores”, etc.).

Con esto llegamos a la paradoja esencial del Estado neoliberal. Justificado por la necesidad de poner fin a las miopías públicas y de separar claramente los dominios respectivos del Estado y del mercado, su emergencia ha favorecido una mezcla de géneros sin precedente en la intersección de lo “público” y de lo “privado”, dibujando una nueva forma de “renta” para beneficio de los profesionales de la influencia (cobistas, abogados de negocios, etc.). Lo que sanciona la transformación neoliberal de los Estados, se trata menos de un retiro de lo “público” que de un poderoso movimiento de borrado de fronteras en el lugar geométrico en el que las autoridades públicas (nacionales o europeas) se cruzan con los mercados.

Política y democráticamente, lo que está en juego es evidente. Primero que nada es la eficacia de la acción pública que se ve obstaculizada por aquellos que saben frustrar su acción y domesticar sus obligaciones. Pero también es por el funcionamiento mismo de nuestras democracias: la frontera “público”-“privado” no es una frontera como las otras, determina también, justamente desde el punto de vista de los principios democráticos, “el terreno de expansión de la voluntad general en sí misma”, y por este hecho dibuja los modos de liberación y de toma de decisión profundamente diferentes de uno y de otro lado de esta línea de demarcación. Porque nos situamos en la frontera de la democracia, esta desaparición de fronteras público-privado, propia al Estado neoliberal, expone más que nunca los espacios en dónde se define el interés general al juego desigual del mercado.

Entonces, para conjurar el riesgo democrático ¿es suficiente multiplicar los dispositivos de “transparencia” de la vida pública y de “prevención” del conflicto de interés, como se hace en Bruselas desde hace una década? Podemos dudarlo. Primero porque en París o en Bruselas, los comités de ética o de deontología nacidos para juzgar la oportunidad de estas puertas giratorias de los altos funcionarios se quedan como instancias internas de las administraciones en las que las opiniones son secretas y simplemente consultativas.

Pero sobre todo: la política de prevención del “conflicto de interés” que sostiene a estos dispositivos parece muy insuficiente con respecto al carácter sistémico de esta imbricación de lo “público” y de lo “privado”. La vía jurídica e individualizante propia de la lucha contra los “conflictos de interés”, para nada permite frenar este movimiento de ensanchamiento continuo del campo “público-privado”, ni el de la influencia que no ha parado de crecer con cada una de las nuevas leyes nacionales y europeas que cumplían con la transformación neoliberal del Estado. Si queremos verdaderamente detener el proceso de “corrupción” de la ética pública en la que las puertas giratorias son una de las claves, no nos escaparemos del deber de hacer un inventario político mucho más global de las consecuencias y de los efectos cumulativos de dos décadas de legislación neoliberal.

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