La Unión Europea ha conseguido el premio Nobel de la Paz. Es una sorpresa, pero ofrece un mensaje fuerte, como los que el comité del Nobel sabe emitir. Un mensaje que se dirige a todos los europeos, de los más poderosos a los más afectados por la crisis, de los más federalistas a los más decepcionados.

Puede que parezca extraño que se distinga así a un ente político que no ha encontrado todavía su forma definitiva, y más extraño aún que se haga en un momento en el que el proyecto europeo parece haber llegado a sus límites, e incluso da muestras en todo momento de que podría irse a pique.Pero es precisamente por eso por lo que este premio Nobel llega en buen momento. Su mensaje es simple: Europa es la paz, y las dificultades actuales no deben hacer que se olvide.

En sus motivaciones, el comité noruego del Nobel afirma que “durante más de seis decenios, la UE y sus precursoras han contribuido al avance de la paz y de la reconciliación, de la democracia y de los derechos humanos en Europa”. Insiste igualmente en que la pertenencia a la Unión ha hecho que ahora sea “impensable” la guerra entre viejos enemigos como Alemania y Francia, y que su ampliación progresiva hasta englobar a antiguas dictaduras –fascistas y comunistas—“ha abierto una era nueva en la historia de Europa”.

Es un recordatorio de los valores fundamentales en que se basa la cohabitación de los quinientos millones de europeos en un espacio dividido, sin embargo, por lenguas, culturas e historias diferentes, incluso conflictivas. Un recordatorio útil, ahora que a la canciller alemana se la caricaturiza como nazi en las calles y en las portadas de los periódicos. Un recordatorio útil, sobre todo, cuando para las nuevas generaciones la paz es una posesión casi abstracta, que ya no puede servir de argumento para defender la orientación general del proyecto europeo y aun menos las decisiones más concretas, como la gestión de la crisis o la serie de tratados europeos.

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En el momento en que la concesión del Nobel a la UE empezaba a dar la vuelta al mundo, ciertos comentaristas ironizaban sobre la alegría que debían de experimentar al enterarse los griegos o los irlandeses, que padecen con todo su rigor los planes de austeridad exigidos por Bruselas. Otros, más numerosos, ponían de manifiesto que Europa no pudo evitar la guerra de los Balcanes en la década de 1990. Cómo no se va a darles la razón: Europa, ya un gigante económico pero todavía un enano político y militar, ha asistido impotente a la reedición de lo peor de que fue capaz en su historia, y justo a sus puertas.

Y después, poco progreso se ha hecho en dotarla de los instrumentos que permiten obtener la paz: una diplomacia y un ejército dignos de ese nombre. Los Estados miembros no han querido darle al Alto Representante para la Política Exterior de la UE los medios políticos que un actuación coherente requiere. Lo mismo vale para su brazo armado, corolario indispensable cuando el “soft power” alcanza sus límites. El matrimonio frustrado entre el consorcio francoalemán EADS y la empresa aeronáutica y de defensa británica BAE Systems, del que habría nacido un gigante del sector, ha demostrado en estos últimos días que Europa no está dispuesta a asumir plenamente su papel de guardiana de la paz y que, cuando la paz está amenazada, deberá –todavía y siempre—solicitar ayuda al aliado americano.

Este premio Nobel es, pues, un homenaje, un acicate y una llamada al orden. Como todo premiado, la UE deberá mostrarse digna de su galardón. Cuando circulaban los rumores sobre la identidad del premiado, los observadores se preguntaban quién iría a recoger el premio: ¿el presidente de la Comisión,José Manuel Barroso? ¿El del Consejo, Herman Van Rompuy? ¿El presidente de turno de la Unión, Dimitris Christofias? He ahí una buena oportunidad para mostrarse unidos.

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