Democracia puesta a prueba

Publicado en 6 abril 2012 a las 13:00

Desde el 1 de abril, la Unión Europea se ha vuelto más democrática. Al menos así lo afirman los defensores de la Iniciativa Ciudadana Europea (ICE), que entró en vigor ese mismo día.

A partir de ahora, los ciudadanos de la UE pueden pedir “a la Comisión Europea que presente una propuesta de legislación”, previa recopilación de 1 millón de firmas, sobre “alguno de los ámbitos de competencia de la UE”. Dichas firmas les permitirán avalar su propuesta ante el Ejecutivo europeo y en una audiencia pública organizada por el Parlamento Europeo. Una vez presentadas las firmas, los comisarios disponen de tres meses para decidir si desean hacerse cargo de la propuesta o no, y, en caso afirmativo, se iniciaría el proceso legislativo comunitario habitual.

Mientras que durante años la Comisión ha sido considerada como un bastión de eurócratas desconectados de la ciudadanía y el Parlamento una asamblea de representantes políticos ajenos a su electorado, la ICE supone un paso hacia adelante incuestionable.

Sin embargo, teniendo en cuenta que el famoso “déficit democrático” de la UE, a menudo denunciado por los euroescépticos, empieza a ser también señalado por intelectuales como Jürgen Habermas, y mientras que otros, como Ulrich Beck, apelan a una Europa de los ciudadanos, resulta sorprendente la escasa cobertura mediática que ha recibido en Europa la entrada en vigor de la ICE. Como si, la ausencia de dramatismo político y disparate tecnocrático consiguiesen, una vez más, despojar de cualquier interés la política europea.

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Y, a pesar de todo, se trata de un acontecimiento político europeo en toda regla, por mucho que la complejidad burocrática le imponga de entrada diversas trabas. Tomemos por ejemplo la cuestión del millón de firmas: las rúbricas deben proceder de al menos siete países de la Unión, recogidas por un comité de 7 personas procedentes de siete Estados miembros. Además, se ha fijado un número mínimo de firmas por país en función de su número de habitantes.

Esto supone que, para que una propuesta sea válida, debe franquear fronteras, las distintas problemáticas nacionales y las diferencias políticas y culturales. O, dicho de otra manera, la ICE puede significar el surgimiento de una política realmente europea, con debates y acciones transnacionales.

De este modo, de lograr demostrar su utilidad y eficacia, este procedimiento estaría abriendo camino a un proyecto utópico: la elección de diputados europeos a través de listas transnacionales, es decir, la creación de auténticos partidos políticos paneuropeos, lo cual constituiría indudablemente un punto de inflexión en la construcción europea.

Pero todavía queda mucho camino por recorrer y los defensores de la ICE todavía tienen que demostrar que ésta realmente se traduce en más democracia en el seno de la Unión. Y para empezar, habrá que ver cuántas propuestas ciudadanas está dispuesta a asumir la Comisión y si éstas son realmente pertinentes y representativas, es decir, que no nacen al abrigo de intereses particulares o de reivindicaciones irreflexivas fruto de las circunstancias.

En este sentido, el riesgo radica tanto en los grupos ideológicos, si bien se precisa que “la propuesta de iniciativa ciudadana no debe ser ‘abusiva, frívola o temeraria’”, como en los lobbies económicos, puesto que estos dos tipos de actores son los que podrán encontrar más fácilmente siete individuos en siete países para formar un comité y movilizar a sus simpatizantes.

La ICE, instrumento sometido al control de la democracia participativa, merece por lo tanto ser tomada en serio y valorada sin concesiones, a riesgo de acabar convirtiéndose en otro dispositivo comunitario más.

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