Cataluña se ha hecho incómoda. Para los de fuera y para los de dentro. Bastantes españoles se han habituado a percibir a los catalanes, en su conjunto, como chantajistas y desleales. En la sociedad catalana conviven la frustración de los independentistas, la frustración de quienes se sienten españoles en territorio hostil y la frustración de un amplio sector, más o menos heterogéneo, que no quiere ni independencia ni centralismo y, refugiado en el silencio y –a veces– el humor, asiste atónito al frenesí de los últimos años.
Las voces de la zona gris, la de quienes ven tan descabellado el proyecto independentista como las denuncias de «genocidio lingüístico» en Cataluña, se escuchan cada vez menos.
La voz dominante es la del nacionalismo catalán, que presenta el proceso secesionista como factible, beneficioso e incluso sensato. Quienes son más conscientes de los peligros y del alto componente onírico del proceso, como los empresarios, tienden a callar o a decir mucho menos de lo que piensan. «Opinamos en privado y reaccionamos en privado: a [el presidente de la Generalitat] Artur Mas le hemos dicho cosas durísimas», comenta el principal ejecutivo de una de las mayores empresas con sede en Cataluña, para quien la apuesta por la independencia supone «un desastre, una ruina, algo que forzosamente acabará mal».
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