En Europa, existe un país del Tercer Mundo que cuenta con diez millones de habitantes y no tiene fronteras. Una nación cuyos ciudadanos viven en su gran mayoría bajo el umbral de la pobreza y en condiciones inaceptables para la mayor parte de los europeos. Están menos escolarizados que ellos y también sufren un mayor índice de desempleo. Objeto de mil prejuicios y supersticiones, estos ciudadanos de segunda han sufrido las deportaciones de los nazis y siguen siendo discriminados e incluso perseguidos. Son las cabezas de turco de los movimientos xenófobos y encarnan los miedos de los ciudadanos, especialmente en Europa central. Aunque los gitanos son, en ocasiones, una porción importante de la población nacional, especialmente en estos países, el estatus de minoría nacional (y las protecciones que lo acompañan) se les niega muy a menudo.

En 2008 el Parlamento Europeo reclamó una estrategia a nivel europeo con respecto a la población gitana, pero todavía no se han visto los resultados. Sin embargo, los estados tendrían mucho más interés en esforzarse por integrar a los gitanos: ante todo, por razones humanitarias, luego de cohesión social y, finalmente, por razones económicas. Un estudio reciente del Banco Mundialcifra el gasto de la exclusión de los gitanos en 5.700 millones de euros solo en Bulgaria, Rumanía, la República Checa y Serbia. Esto implica, al mismo tiempo, pérdidas de productividad relacionadas con la exclusión de los gitanos del mundo laboral y las pérdidas fiscales por no pagar impuestos. Este estudio fue presentado durante la Segunda cumbre europea sobre acciones y políticas a favor de la población gitana, celebrada el 8 y el 9 de abril en Córdoba. Y los Veintisiete deberían tenerlo en cuenta cuando tengan que rascarse los bolsillos para reabsorber su deuda pública, que está fuera de control.

Gian-Paolo Accardo

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