Barack Obama no irá a finales de mayo a Bruselas, ni tampoco a Madrid, para participar en la cumbre UE-Estados Unidos y tiene motivos para ello. ¿Por qué debe realizar tal desplazamiento el presidente estadounidense, cuya agenda ya está bastante repleta, para participar en un evento sin un interés real? Las relaciones entre Europa y Estados Unidos actualmente son buenas y no existen problemas bilaterales insalvables. Eso sin contar el coste y el quebradero de cabeza diplomático que acarrea una visita a Europa.
Uno de los motivos que dio la Casa Blanca para justificar su decisión es precisamente la ausencia de un interlocutor único en esta parte del Atlántico. El Tratado de Lisboa iba a resolver este problema, según habían jurado los dirigentes de los Veintisiete, y Europa iba por fin a desempeñar la función de potencial mundial a la que aspira legítimamente. Ahora bien, cuando se trata de poner en práctica el Tratado y de difuminarse un poco tras las instituciones de las que han dotado a la Unión, empezando por el presidente estable del Consejo, prevalecen los antiguos reflejos y cada cual va a lo suyo. En Copenhague hemos visto en qué desemboca todo esto.
Los dirigentes europeos se pelean por saber quién va a recibir a Obama o se dan empujones para aparecer a su lado en la foto. Los que no gozan de buena popularidad, y no son pocos, hacen todo lo que está en sus manos para sonsacarle una declaración de amistad de uso puramente interno, como si el presidente estadounidense tuviera el poder de influir en los sondeos, como si fuera un icono milagroso.
Barack Obama ya ha realizado el milagro al llegar a la Casa Blanca. Allí, debe abordar la crisis, el ascenso de China y de la India, tratar la cuestión de Irán, la situación en Oriente Medio y en Afganistán. Si los europeos quieren figurar en esta agenda, saben bien qué es lo que tienen que hacer.
Gian Paolo Accardo