Garantizar la prosperidad de su pueblo ya no basta para evitar la protesta. Turquía tendrá un crecimiento de 3,2% en 2013 y de 4% en 2014, según las previsiones de la Comisión Europea, frente al -0,4% y el +1,2% de la eurozona. Pero centenares de miles de personas han salido a las calles para protestar contra la política y el poder de su primer ministro Recep Tayyip Erdogan. Y las manifestaciones parece que se prolongarán en el tiempo, incluso sin la espectacular violencia desatada en los primeros días.

La situación económica y social no era el motivo originario de la protesta, que se desencadenó por un proyecto de desarrollo urbano en Estambul. Y esta es la primera diferencia que se establece con la primavera árabe, con la que se ha comparado de forma abundante al movimiento de la plaza Taksim.

Una segunda diferencia con las primaveras árabes es que Erdogan no es un tirano que se haya hecho con el poder para beneficiar a un clan, sin preocuparse por el bienestar de su pueblo y la sanidad de su país. El líder del AKP, el Partido de la Justicia y del Desarrollo, ha resultado electo tres veces en escrutinios periódicos y dispone de una cota de popularidad que bien puede despertar la envidia de varios dirigentes europeos.

Por otra parte, resulta paradójico querer identificar los acontecimientos turcos con los del mundo árabe, después de haber explicado durante mucho tiempo la vocación europea de Turquía. Pero tras 10 años, los defensores de la adhesión de Turquía a la UE han confundido la política de modernización que Erdogan ha llevado a cabo con una voluntad de europeizar su país.

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Excepto que se crea que la cultura europea se resume en crecimiento económico y nuevos centros comerciales, o que Europa tenga un monopolio intelectual sobre las medidas democráticas más nimias fuera de la UE, la ambición del primer ministro turco para su país no hacía que este último fuese un candidato ideal a la adhesión. Los manifestantes de la plaza Taksim nos recuerdan que el proyecto del AKP diseña una vía particular, conforme a las identidades múltiples y, en ocasiones, contradictorias de Turquía: puente entre dos continentes, cruce de varias culturas, musulmana, post-otomana y kemalista.

Esta política ha tenido la gran ventaja de quitarle a Turquía su papel de peón estratégico de la OTAN y de mercado emisor de mano de obra barata. Turquía es ahora un importante socio comercial y una potencia política con la que se puede contar. Y la diáspora turca, con su juventud, a menudo binacional y multicultural, puede hacer viajes de ida y vuelta a un país dinámico, en beneficio de todo el mundo.

Es por otra parte esta juventud turca, abierta al mundo y que vive de los frutos del crecimiento impulsado por Erdogan, la que gestiona la protesta contra este último. Porque aspira a una calidad de vida que no se resume únicamente en las oportunidades. Esta juventud, y los manifestantes de todas las edades que la respaldan, se preocupa por el medioambiente, quiere escapar del control de la religión, quiere que el poder les escuche y les respete.

Para la Unión Europea que, cuatro días antes de las manifestaciones de Estambul, anunciaba su intención de reactivar las negociaciones de adhesión, la situación es incómoda. ¿Sigue siendo Recep Tayyip Erdogan, que tilda a los manifestantes de “terroristas” y mantiene encarcelados a más periodistas que China o Irán, el garante de las buenas relaciones entre Turquía y la UE? ¿Es su interés por los modelos ruso y chino compatible con los objetivos estratégicos y los principios de la UE?

Erdogan dispone aún, a pesar de todo, de una amplia base política, y ni los kemalistas, ni los kurdos, ni los comunistas ni los alevíes constituyen por el momento una alternativa creíble a su poder. Tras haber circunnavegado desde hace medio siglo, la UE debe plantearse qué representa Turquía para ella, y qué relación quiere construir con dicho país. Cuando una parte del pueblo turco aspira a mayor libertad, quedarse a medio camino permanentemente sería la peor de las opciones.

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