¿Quién dijo revolución?

Si François Hollande sale elegido como presidente de la República Francesa el 6 de mayo, se enfrentará inevitablemente con la realidad de la austeridad presupuestaria. Una política que, a pesar de las promesas electorales, es poco probable que el ejercicio democrático pueda frenar.

Publicado en 6 mayo 2012 a las 07:38

Una esperanza para algunos, el coco para otros. El socialista al que se tiene por favorito en las elecciones presidenciales del 6 de mayo ha desencadenado el debate sobre una política económica diferente para Europa. Pero para cumplir su promesa de que la economía crecerá, no le quedará más remedio que adaptarse a las realidades de la economía de mercado. La elección presidencial francesa ha dejado vislumbrar una Europa con un estado de ánimo revolucionario. Sería, sin embargo, un error concluir que la Quinta República va a elegir un presidente revolucionario.

La democracia europea tiene una premisa organizativa nueva. Los ciudadanos aún deben cambiar a sus líderes cada cierto tiempo, pero solo con el claro entendimiento de que las elecciones no anuncian cambios de dirección. Las elites europeas, de izquierda o de derecha, dentro o fuera de la zona euro, se arrodillan ante el altar de la austeridad. Los gobiernos se permiten un retoque por aquí o un matiz en a qué le dan más importancia por allá. Ninguno se atreve a poner en entredicho el catecismo de la austeridad presupuestaria.

Conservador con "c" minúscula

La sensación de futilidad que genera esa política dio a la primera vuelta de las elecciones francesas un aire revolucionario. Ese casi un quinto de los votantes que respaldó al Frente Nacional de Marine Le Pen y ese más de un décimo que siguió al Frente de Izquierdas (unas izquierdas duras) de Jean Luc Melenchon manifiestan la profunda frustración nacional. Fue un sano recordatorio, si es que hacía falta alguno, de que el populismo y la xenofobia florecen en tiempos de depresión.

Los franceses no son los únicos que se encuentran en esta tesitura. En Hungría, Viktor Orbán encabeza un Gobierno nacionalista de derecha que ha estado viciando el imperio de la ley en su empeño de conseguir la hegemonía política permanente. La derecha populista está en alza en los países pequeños del norte de Europa; ejemplos de ello son los Verdaderos Finlandeses, como se denominan a sí mismos, y el Partido de la Libertad, de Geert Wilders. En los Países Bajos y en otras partes, el euroescepticismo se ha convertido también en la bandera de la izquierda dura.

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Aún así, este fin de semana los franceses se enfrentan en la recta final de las presidenciales a una elección más familiar, en la que la retórica de la campaña desmiente lo reducida que resulta la alternativa política.

El líder del partido socialista francés François Hollande es un conservador con "c" minúscula que quiere recuperar el modelo social de mercado de la Europa de posguerra. Los discursos de Nicolas Sarkozy en pos de un segundo mandato también están impregnados de nostalgia. Promete devolver a Francia la grandeza que conoció en los días de De Gaulle. El debate televisado de esta semana entre los dos candidatos llamó más la atención por la intensa antipatía personal que sentía cada uno por el otro que por que hubiese unas grandes diferencias entre las políticas que preconizaban.

Salvo un vuelco espectacular, Hollande va a triunfar, no tanto porque se haya ganado el afecto y el respeto de los franceses como porque Sarkozy los ha perdido. Los adjetivos que primero se le vienen a uno a la mente para describir a Hollande son "pragmático", "cauto" y "anodino". ¿Cuándo un aspirante a presidente se puso por última vez a hacer campaña sin proclamar que no era sino "normal y corriente"?

Hacer frente a estrictas limitaciones

Sin embargo, fuera de Francia, Hollande se ha convertido en el coco, o poco menos. No se puede decir que la alemana Angela Merkel considere a Sarkozy su compañero del alma, pero se le ha oído decir que teme que vérselas con Hollande sería una "pesadilla". El británico David Cameron quiso que quedara claro que ignoraba al líder socialista cuando visitó Londres hace unas semanas. La influyente The Economist decía en portada que Hollande es "peligroso", si bien, como es un medio británico, matizaba con un "más bien" tan poco amable epíteto. El candidato a presidente, indicaba la publicación, "cree de verdad que hay que crear una sociedad más justa". ¿Es que puede haber algo más peligroso?

Semejante alarmismo descansa en unas premisas bien curiosas: que el pasado reciente nos ha enseñado que los gobiernos no deben nunca entrometerse en los mercados y que la actual estrategia de la Unión ha tenido un éxito fabuloso en la reconstrucción de las finanzas públicas y en la restauración del crecimiento económico. Yo creía que la crisis mundial había puesto a los más ardientes partidarios de los mercados sobre aviso de los peligros del capitalismo financiero desenfrenado. En cuanto a la austeridad para todos, hasta entre quienes deciden en Alemania el rumbo a seguir los hay ya que empiezan a preguntarse si la economía no será algo más que recortes del gasto y subidas de impuestos.

Sea como sea, un presidente Hollande tendría que enfrentarse a estrictas limitaciones. Los mercados de la deuda aplacarían sin contemplaciones las ganas de correr hacia el crecimiento. Aún más importante sería el freno que la propia Francia echaría por su manera de considerarse a sí misma. Los endeudados países del sur de Europa quizá verían en una Francia socialista a un poderoso aliado. Hollande, sin embargo, comparte con sus predecesores en el Elíseo un punto de vista muy diferente sobre la geografía política del continente, en el que Francia se aferra a su reivindicación de liderazgo y, más aún, a la paridad con Alemania en la construcción del futuro de la Unión. Pero, tal y como François Mitterrand lo aprendió al adoptar la política del "franc fort" [franco fuerte] hace treinta años, dichas pretensiones tienen un precio. En los momentos críticos, Alemania es la que fija las reglas de la economía.

Hollande tiene una o dos ideas de chiflado. Cobrarles a los ricos un impuesto del 75% quizá calme a las conciencias de izquierda, pero no reportará ningún beneficio económico. No quiero decir con esto que no vaya a poner en entredicho la ortodoxia vigente, o que no deba hacerlo.

El crecimiento económico no es una idea de izquierdas; que se lo pregunten a Mario Monti, el tecnocráta primer ministro de Italia. La liberalización económica y los planes de reducción del déficit que ha emprendido dependen sobre todo de que se encuentre un camino para salir del estancamiento. La idea realmente "peligrosa" hoy en Europa no es el que se pida un debate sobre el crecimiento, sino que se presuponga que las cosas pueden seguir yendo como hasta ahora. Tiene que darse necesariamente un periodo de transición entre la recesión y la reducción del déficit. Sin él, el continente se enfrentará al riesgo de una revolución, aunque ésta no tenga lugar en Francia.

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