Saber lo que necesita Europa es relativamente sencillo. Hacen falta reformas en la periferia y estímulos para compensar en Bruselas, Berlín y allá donde sea posible; una unión bancaria completa, y un BCE que funcione como ventanilla de último recurso. Las instituciones europeas han dado pasos en esa dirección.
Pero en lo tocante a la agenda reformista es como ponerle el cascabel al gato: la Comisión acaba de recomendarle a Francia que reforme sus pensiones, a Holanda que pinche su burbuja inmobiliaria, a Alemania que apuntale su demanda, a Bélgica que recorte gasto, a Eslovenia que repare los bancos y a España que siga haciendo casi todo eso a la vez, como uno de esos equilibristas que mantienen en pie una veintena de platos haciéndolos rodar sobre palos flexibles.
Todo eso tiene sentido. Solo hay un problema: casi nadie está dispuesto a seguir esos consejos en tiempo y forma. Bruselas lleva años reclamando cosas parecidas, y nadie ha movido un dedo si no es con la insoportable presión de los mercados o bajo un rescate, en el que los consejos se convierten en exigencias.
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