El 9 de enero, Tony Blair tuvo que dar explicaciones ante una comisión de investigación sobre la forma en que decidió llevar a su país a la guerra de Irak. La víspera, a algunos kilómetros de allí, se celebraba la conferencia de Londres sobre el futuro de Afganistán. Ambas guerras de la era Bush, aunque de naturaleza diferente, siguen pesando sobre los europeos. La de Irak porque los dirigentes manipularon a la opinión pública para llevarla a apoyar el derrocamiento de Saddam Hussein; y la de Afganistán porque, ante la falta de resultados sobre el terreno y de una estrategia clara, muchos ciudadanos tienen la sensación de que sus gobiernos no dicen toda la verdad sobre la intervención de sus soldados.
Una de las referencias intelectuales de los neoconservadores estadounidenses es Leo Strauss. En una interpretación muy discutida del pensamiento de este filósofo de origen alemán fallecido en 1973, los arquitectos de las guerras de Bush se han aferrado a la idea de que “es necesario mentir al pueblo sobre la naturaleza de la realidad política. Sin embargo, una élite reconoce la verdad y la guarda para sí”, explicaba el editorialista estadounidense William Pfaffen 2003.
En las sociedades democráticas esta tentación no solo existe para los ideólogos. Obligados a tomar decisiones en ocasiones complejas ante sociedades cada vez más reaccionarias y exigentes, los dirigentes europeos pueden sucumbir a esta actitud elitista. Este fue el caso de Irak y no convendría que ocurriese lo mismo con Europa. El Tratado de Lisboa entró en vigor a costa de una ausencia de democracia. Su aplicación, como explicaba Le Monde esta semana, es objeto de juegos de poderes incomprensibles para los ciudadanos. La impotencia de la UE derivada de dicha aplicación no hará que el elitismo europeo parezca más aceptable.
Eric Maurice