Tienda de antigüedades en Budapest. Foto de Mackz / Flickr.

Trece motivos para deprimirse

Una reciente encuesta internacional sitúa a los húngaros entre los habitantes más pesimistas con respecto al futuro. Elemér Hankiss trata los diferentes perfiles de esta depresión colectiva entre los perdedores de la transición postcomunista.

Publicado en 12 octubre 2009 a las 16:35
Tienda de antigüedades en Budapest. Foto de Mackz / Flickr.

El Institut Gallup WorldPoll ha planteado la pregunta "¿Cómo ve el futuro?" a un panel representativo en 120 países de todo el mundo. El resultado es descorazonador para Hungría, pues se sitúa en el puesto número 117, ya que el 34,2 % de la población joven adulta estima que su situación es desesperada o casi desesperada. Sólo los habitantes de Zimbabue ven su futuro más oscuro (40,3 %). ¿Cuáles son las causas de esta visión con respecto a un futuro desconocido? ¿Y qué grupos constituyen este 34 %? Intentemos definirlos.

Los húngaros derrotistas, los que no llegan a deshacerse de su mentalidad de europeos del Este. La educación nacional y los medios de comunicación también cargan las tintas para que sepan que son los perdedores.

Los perdedores desde 1989. Los parados, los que viven de una pequeña jubilación o de subsidios sociales, los que crían muchos hijos con pocos ingresos, los que viven al día. No creen que un cambio político, sea cual sea, pueda ofrecerles oportunidades, ni siquiera modestas. Sería necesario que la situación económica del país y su práctica política y social cambiaran de forma radical para que cientos de miles de personas empezaran a creer en su futuro.

Las víctimas del tsunami. Nuestra economíase encuentra en ruinas, la vida de cientos de miles de familias está en peligro, los políticos son ineficaces y deshonestos. Entendemos que muchos hayan perdido la fe en el futuro. La recuperación económica, una vida pública más transparente y el desarrollo de la paz social podrían reanimar la imagen que tienen estas personas del futuro.

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A los que se ha herido en su amor propio, que trabajan honestamente desde hace dos decenios, pero cuyo trabajo no se ha reconocido ni remunerado en su justa medida, mientras que otros se han enriquecido. Y que han dejado de esperar un orden social justo.

Los limitados. Que necesitaban una ideología gloriosa para creer en el futuro. Se aferran a las ruinas de esta ideología y observan, estupefactos, el caos a su alrededor.

Sus padres, los que llevan las anteojeras y no ven nada, ni a la izquierda ni a la derecha. Unos dicen que el poder actual ha destrozado el país, otros, lo contrario, que el orden democrático se destruirá tras las próximas elecciones [con el regreso eventual de la derecha]. Sin consenso, la sociedad húngara siempre tenderá al miedo o al catastrofismo.

Los fanáticos del progreso. Los que han conseguido adormecer a los pequeños o grandes pensadores, haciéndoles creer que la historia de la humanidad era la marcha triunfal hacia el progreso. Una vez destruida esta fe, no saben dónde buscar un futuro radiante.

Los decepcionados con la UE que se habían imaginado, en los años 70 y 80, que todos los problemas se resolverían de un plumazo si Hungría pudiera volver a integrarse en el mundo occidental. Pero no ha sido así. Y estas personas se sienten dolidas, como un niño decepcionado por sus padres.

Los ciudadanos de gustos delicados que recorren Europa y que, al regresar de Viena, París o Londres, se espantan, y con razón, con lo que ven aquí. El espectáculo es abrumador, es cierto. Pero pensemos mejor en un tal conde Széchenyi [1791-1860] que volvió de Londres y de Viena con los planos del Puente de las Cadenas.

Los paranoicos, asustados continuamente, porque piensan que a) mientras el partido adverso se encuentre en el poder, no hay esperanza y b) que la victoria de la oposición conducirá al país a la catástrofe. En otras palabras, a ambos lados encontramos a los que no tienen confianza en la fuerza de la democracia, al menos en la práctica democrática en Hungría. Sólo la consolidación de las instituciones democráticas puede remediarlo.

Los Sócrates. O las almas sensibles. Para ellos los tiempos que se avecinan serán duros. Los cambios económicos y políticos son más rápidos que el restablecimiento de la moral pública.

Los rendidos. Para ellos, veinte años han sido demasiados y ya no tienen fuerzas para creer en un cambio positivo.

Los vagos. Para los que la situación deteriorada del país y la desesperación son pretextos para no hacer nada y quejarse. Les costará trabajo renunciar a la alegría de la indolencia.

Los cínicos. Los que están encantados de constatar que los hechos les han dado la razón: en este mundo bajo, al menos en este país, no hay nada que sea puro, sagrado u honesto. Aquí no se puede cambiar nada ni se debe cambiar nada. Punto.

Y ahí me detengo. Porque podríamos desechar todo esto diciendo que si las personas lo ven todo negro es porque tienen motivos para ello. Puede ser. Pero si reflexionamos sobre ello, ¿tienen realmente tantos motivos como los que en Zimbabue, en Burundi o en Togo deben luchar día a día para sobrevivir?

Sin mencionar el hecho de que esta epidemia de pesimismo es inmensamente dañina para nosotros y para el país. Necesitamos urgentemente un poco más de confianza: en nosotros mismos, entre nosotros y en el mundo. Necesitamos urgentemente el impulso del espíritu del "Yes, we can".

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