Soldados de la RDA hacen guardia ante la puerta de Brandemburgo. Esta fotografía fue utilizada durante mucho tiempo por el régimen comunista para celebrar a los "defensores patrióticos del pueblo".

Un Muro entre las generaciones

Hace exactamente 50 años, se levantó el Muro de Berlín. Hace más de veinte, se tiró abajo. Sin embargo, aún pervive entre las familias, escribe un joven berlinés, puesto que padres e hijos todavía no hablan abiertamente de la vida en la época de la RDA.

Publicado en 12 agosto 2011 a las 13:32
Soldados de la RDA hacen guardia ante la puerta de Brandemburgo. Esta fotografía fue utilizada durante mucho tiempo por el régimen comunista para celebrar a los "defensores patrióticos del pueblo".

La evocación de la construcción y de la caída del Muro son bien conocidas. Para conseguir la reunificación a través de una revolución pacífica, hemos construido un discurso que empieza con la descripción del Unrechtsstaat [nombre que se le da a la RDA, literalmente: Estado de no-derecho]. Esta versión colectiva siempre ha dejado en un paréntesis un capítulo esencial: la tercera y última generación de los alemanes del Este.

Esos jóvenes alemanes del Este que teníamos entre ocho y diez años cuando cayó el Muro. La mayoría de nuestra existencia la hemos vivido en una Alemania reunificada, con todas las libertades que conlleva. E incluso casi nos atrevíamos a pensar que habíamos conseguido dejar atrás la vieja fractura Este-Oeste.

Y, sin embargo, el Muro pervive en nosotros. En primer lugar, nos quedan algunos raídos recuerdos de nuestras primeras tardes con los "pioneros" [movimiento de adoctrinamiento de la juventud comunista]; de los claveles que algunos de nosotros, teniendo una confianza ciega en nuestros padres y profesores, exhibíamos por el aniversario del partido; de nuestra tristeza cuando a nuestros padres les negaban el permiso de salida del territorio. Hoy, como ayer, la vergüenza y el orgullo caben en un mismo pañuelo. Pero ahí no acaba todo. Dentro de las propias familias, todavía hoy sentimos la presencia del Muro, aunque hayan pasado ya veinte años desde que se demoliese. Se erige entre padres e hijos, imponiendo a su manera una especie de memoria, así como una criba de los recuerdos.

Con la RDA se hundieron todos los referentes vigentes hasta ese momento. De la noche a la mañana, no sólo cayó una frontera, sino también una protección. Y con ella, un país que poca gente amaba pero en el que todos, o casi todos, encontraban o sabían leer sus señales. De la noche a la mañana, nuestros padres tuvieron que enfrentarse a problemas que les eran totalmente desconocidos. Tuvieron que recuperar el tiempo perdido y encontrar sus referentes en un sistema que no se parecía en nada al que ellos habían imaginado. Una carta lapidaria de un abogado o de una compañía de seguros podía provocarles angustias existenciales, porque nadie captaba su sentido exacto.

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De repente, los proyectos que tenían nuestros padres ya no servían. De repente, era como si todo lo que habían vivido fuese una ficción. De repente, nuestros padres eran débiles. Descubrieron por sí mismos que ni el partido cristianodemócrata, ni los miembros permanentes cumplían sus promesas. No importaba que fuesen hijos de un obrero, de un pastor o de un miembro permanente del partido. Nadie tenía referentes, todo el mundo estaba desorientado. Este sentimiento de confusión imperaba entre las familias y en la sociedad en general, nos unía a toda la tercera generación de alemanes del Este. Nuestros abuelos vivieron la guerra. Jugaron un papel decisivo en la construcción de la RDA y de un nuevo estilo de vida. Nuestros padres nacieron entre los años 1950 y 1960 y no habían conocido otra realidad que ese país.

Entre 1975 y 1985, en la RDA nacieron unos 2,4 millones de niños. Ellos son la tercera generación de un país que ya no existe. Nosotros tampoco sabíamos nada del nuevo régimen, pero éramos jóvenes y no teníamos nada que perder. Éramos más conscientes de las posibilidades que de los peligros. En cierta manera, explicamos algo de ese mundo a nuestros padres.

El profundo sentimiento de perplejidad que reinaba en la época ha conllevado la aparición de una memoria selectiva para todo lo que concierne a la RDA. Nuestros padres se refugiaron en los recuerdos estereotipados. Hablan poco, generalmente se limitan a contar lo que ya no puede avergonzarles hoy en día. No quieren poner en peligro su nueva identidad. Cuando relatan su vida, dan una versión con grandes lagunas y muy depurada. Hablan de los colectivos en los que todos han participado, o de las "manifestaciones de los lunes" y de los viajes organizados. Pero nosotros, los jóvenes, hemos dejado que lo hagan. Hasta ahora, no les hacíamos preguntas. Nos callábamos.

Nos callábamos porque no queríamos complicar su mundo más de lo que ya era. Estábamos presentes cuando compraron un coche, cuando hicieron sus primeros viajes al Oeste, cuando se quedaron sin trabajo, cuando se refugiaron en los huertos municipales.

No dijimos nada cuando el debate público se apropió de la RDA y del periodo post-revolucionario. Por aquel entonces éramos muy jóvenes y no nos reconocíamos en un debate que producía interpretaciones unilaterales de la historia. Y, además, ¿quién tenía ganas de decir públicamente que era del Este? Estábamos integrados, éramos ambiciosos, teníamos un futuro e, incluso, éramos más capitalistas que los propios alemanes del Oeste. Preferíamos dejar en el olvido nuestros orígenes antes que convertirlos en objeto de debate.

Esa paz, ese silencio, tenía su precio. No planteamos preguntas a nuestros padres. ¿Cómo se vivía en un Estado totalitario? ¿Cómo perduró tanto tiempo? ¿Cómo reaccionabais cuando os mandaban al servicio militar cuando queríais estudiar? ¿Dónde está vuestro expediente de la Stasi para que pueda leerlo? Estas preguntas deben hacerse para que podamos iniciar un nuevo debate, más plural y más contradictorio que el último.

Queremos tener más opciones que el Unrechtsstaat o la nostalgia anodina del Este. Al poner fin a todo lo que no se ha dicho, haremos caer, de una vez por todas, ese muro que se erige en el seno familiar.

Desde Berlín

Un “Disneyland de la Guerra Fría”

¿Se habrá convertido la capital alemana en un “Disneyland de la Guerra Fría”? Esta es, en todo caso, la pregunta que se hacen en este momento algunos políticos e historiadores alemanes, escribe Der Spiegel. Ahora que Alemania se dispone a conmemorar los 50 años de la construcción del Muro, el semanario evoca una ciudad donde “se ha debatido durante años qué forma debe tomar la memoria, mientras empresarios e inversores privados juegan con los lugares más simbólicos de la división, con sus propias concepciones y proyectos comerciales”. Desde paseos a lo largo de los restos del Muro en Trabant Made in DDR hasta la reconstitución de controles fronterizos entre Este y Oeste, “la RDA revive bajo la forma de atracción turística”, explica Spiegel.

Sin embargo, “durante años, el Muro tenía un único destino: la desaparición”, recuerda el semanario, evocando la aversión que las generaciones de mayor edad tienen por la barrera que fue, durante mucho tiempo, la de la vergüenza. Hoy, estos kilómetros de cemento podrían formar parte de un “Centro de la Guerra fría”, un proyecto de museo que reuniría “los diferentes aspectos de la división” entre RFA y RDA y daría al visitante “una explicación global”. Y Spiegel concluye: “con 5,5 millones de visitantes a los museos y lugares históricos de la ciudad, el interés por la historia moderna de Berlín nunca había sido tan elevado.”

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