Apodado, por su título, “Il Cavaliere”, Berlusconi, tres veces primer ministro, símbolo y rostro del capitalismo italiano – que controlaba la primera gran cadena de televisión privada del país, periódicos, editoriales, la publicidad, el cine – formó parte del panorama político de Italia durante más de treinta años.
Durante este período llevó a Italia de una crisis política a la otra, encarnando un nuevo (pero no mejor) modelo democrático conformado por personalizaciones, marketing, un poder no muy blando, conflictos de intereses y sistemas de legalidad dudosa, que le costaron un número récord de juicios (muchos de los cuales salió absuelto).
En 1994, Berlusconi fundó el partido Forza Italia – un nombre perfecto para un equipo de fútbol o una pizza – mediante el cual introdujo el marketing político a gran escala tanto en Italia como en Europa. Así se abrió el paso a políticos que han sabido jugar con imágenes, palabras, expresiones exageradas y bromas de mal gusto. Berlusconi no inventó nada, desde luego no el populismo, pero tuvo el descaro (y la libertad del neófito) de demostrar que, si algo se dice, incluso si es grotesco y roza los límites legales, termina aceptándose y, de hecho, se vuelve popular. Sin duda alguna, Trump y Bolsonaro le deben algo, al igual que todos los movimientos de protesta cuyo objetivo es darle (nuevamente) un sentido a la palabra “política” también le deben algo.
Como fenómeno cultural, Berlusconi se ha sumado a los clichés clásicos italianos de “pizza, spaghetti, mandolino, mafia, mamma”: tanto en el extranjero como en Italia, los italianos – que por lo general se muestran fuertemente hostiles al sistema que Berlusconi representa – se han visto perseguidos por las dudosas revelaciones de las fiestas “bunga bunga” y la corrupción política, el fuerte recurso a la cirugía plástica y otras aberraciones que ahora forman parte del lenguaje político, por no mencionar el aumento de la homofobia y de los estereotipos de género al estilo nacional, con un impacto en toda la población.
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