Imagine un espacio en el que cada año miles de europeos se reúnen, se descubren y aprenden a vivir en otro país distinto al suyo. Imagine un medio de traspasar fronteras, de olvidar la tecnocracia y de vivir Europa de una manera concreta y no politizada. Ese lugar y ese medio existen, se trata de las universidades y del programa Erasmus. Y nos hemos enterado esta semana de que corre el riesgo de entrar en suspensión de pagos.

No todo está perdido para los estudiantes. Sus becas de comienzo de curso se han pagado. Y el comisario europeo de Presupuesto, Janusz Lewandowski, asegura que encontrará el modo de que los Estados miembros cubran el agujero financiero. Pero muy probablemente esta situación se vuelva a repetir el próximo año, porque el presupuesto de la UE, al igual que el de los Estados miembros que la financian, está marcado por la austeridad. Por lo tanto es urgente salir en defensa del Erasmus.

La verdad es que, desde la catalogación como la “agencia matrimonial más eficaz de Europa” que rápidamente se le atribuyó, hasta la película Una casa de locos, que narra las aventuras de un grupo de jóvenes en Barcelona, muchas veces se ha dado una imagen superficial del programa de intercambio de estudiantes y puede que eso haya incentivado que los banqueros de Europa lo hayan considerado un mero accesorio. Hacerlo supone olvidar que, a través de estos retazos de vidas íntimas, el “Erasmus ha creado la primera generación de jóvenes europeos”, tal y como lo ha resumido brillantemente Umberto Eco. Únicamente por eso ya debería considerarse una prioridad política.

Ceñirse a esta realidad sería ignorar que Erasmus es el acrónimo de EuRopean Community Action Scheme for the Mobility of University Students [que responde a Plan de Acción de la Comunidad Europea para la Movilidad de Estudiantes Universitarios, en inglés], y que en su título ya recoge dos bazas cruciales para el futuro de Europa. La primera, la movilidad. En una UE en la que las lenguas y el arraigo nacional de los individuos ponen trabas a la construcción de un espacio económico, social y ciudadano común como el de los Estados Unidos, por ejemplo. La segunda, el intercambio de conocimientos, indispensable para innovar, para seguir siendo competitivos y para hacer que los investigadores e inventores quieran quedarse en Europa. Europa ya tiene dificultades para mantener su puesto dentro de la globalización, por lo que no le interesa privarse de este instrumento.

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Evidentemente, Erasmus no es un sólo un acrónimo complicado, sino el nombre de uno de los pensadores más importantes del Renacimiento. El gran viajero Erasmo de Rotterdam simboliza esta voluntad de unidad que la actual crisis debilita. El autor de Elogio de la locura representa una Europa que ha sabido volver a sus antiguos valores para crear otros nuevos y se ha alimentado de un diálogo cultural y político entre países del norte y del sur para inventarse una nueva modernidad. Durante el curso 2010-2011, el programa Erasmus costó 460 millones de euros. Una pequeña locura presupuestaria que una Europa que quiere renacer bien podría permitirse.

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