Cuando acabó la Segunda Guerra Mundial, al final del túnel europeo, existía la esperanza de la paz. Actualmente, tenemos la esperanza de algo que parece más cercano, pero que, día a día, resulta más huidizo y más abstracto: la unión política europea. La reclaman los dirigentes, los economistas y los juristas y se multiplican los llamamientos de los intelectuales. Pero nadie actúa de un modo concreto. Siguen dominando los tabúes que nos han hecho borrar de los tratados europeos palabras como constitución, federación e incluso ley.
Todo el mundo sabe que el entorno ha cambiado. Se ha formado un “espacio público europeo”. No el espacio de cohesión y de opinión pública común que desean los federalistas, los guardianes de la gran tradición. Sino un espacio caracterizado negativamente por las obligaciones y los impuestos consentidos por los "demás", es decir, los más pobres o los más ricos, en función de que nos encontremos en el norte o en el sur de Europa. Por lo tanto, no es de extrañar que, en este espacio, crezca la prosperidad política de los que hablan contra Europa y sus instituciones. No la acusan de ser un escudo ineficaz contra la crisis, sino directamente de haberla causado.
Más allá del hecho de que eran necesarios, los sacrificios y los recortes presupuestarios han dado lugar a movimientos políticos que se oponen no sólo a “esta” Unión, sino también a su patrimonio constitucional. Así lo demuestran las recientes tomas de poder en Hungría y en Rumanía. Pero la presión de los movimientos populistas hostiles al sistema europeo se nota en todos los lugares, desde Alemania a Italia.
Euronacionalismo
Un déficit democrático inducido: es el riesgo en toda la Unión que debieron presentir los jueces alemanes que asumieron la responsabilidad (con todas las consecuencias que conocemos) de aplazar a septiembre su sentencia sobre la entrada en vigor de las últimas normas de solidaridad, ya aprobadas en el Bundestag.
Esta vez, los Parlamentos tienen razón, ya que comprenden que es necesario legitimar el "estado de excepción" actual. No sólo bajo la presión de los mercados, sino porque por fin ven que en las últimas decisiones de la UE se está produciendo un cambio, un nuevo proceso. Un proceso que ya no sólo apuesta por las reglas y su respeto, sino por la fuerza que se genera con los vínculos entre sus instituciones.
Como es natural, se trata de un proceso repleto de obstáculos, de pasos secundarios y de resistencias. Sin embargo, se observan progresos que hace poco habrían sido impensables. Como la vigilancia recíproca del poder presupuestario (ese mismo poder sobre el que nacieron los Parlamentos) con el "semestre europeo", el primer paso hacia una Unión presupuestaria. Del mismo modo, la cooperación entre Parlamentos es la característica del parlamentarismo de la Unión. Va más allá de la oposición entre el Parlamento Europeo y las asambleas nacionales para fundar su acción conjunta sobre “conferencias” por asuntos. Podemos citar el abandono del criterio de unanimidad para la entrada en vigor de nuevas reglas comunes. Ahora, son efectivas desde el momento en el que la ratifican una mayoría de Estados.
Pero todo esto únicamente tiene sentido si se presenta de forma convincente a los electores de 2014, si éstos tienen la sensación de que van a votar por una Europa distinta. Una Europa capaz de afrontar la crisis, no sólo con reglas, sino sobre todo con mecanismos institucionales unitarios. Esto se denomina euronacionalismo.
En este ambiente plomizo, no hay tiempo y quizás tampoco lugar, para grandes maquinaciones constitucionales que impliquen modificaciones de los tratados, con efectos muy aleatorios. Pero tenemos tiempo de sobra para decidir sobre algunos puntos fundamentales.
2014, centenario de la tragedia europea
Los Estados, sin cambiar los tratados, podrían adoptar un “procedimiento electoral uniforme”, que permita a los grandes partidos europeos intercambiar entre países esas candidaturas y presentar cabezas de listas comunes. De este modo, se aportaría sentido a un espacio político que ya no estaría integrado por temores, sino por esperanzas que sobrepasen el nivel nacional.
Los Estados, mediante declaraciones comunes antes de las elecciones, podrían también decidir nombrar como presidente del Consejo Europeo al presidente de la Comisión, elegido por mayoría dentro del Parlamento Europeo. Esta unión presidencial también se podría lograr sin cambiar los tratados.
Los Estados podrían cambiar las normas (no constitucionales) que actualmente dispersan, hacen invisibles y a veces dilapidan el conjunto de los fondos de cohesión europeos entre las regiones. Podrían recuperar el control de esos fondos para crear con ellos instrumentos de política económica común.
Por último, los Parlamentos (el Europeo y los nacionales) podrían declarar con una sola voz que aceptan la perspectiva de un futuro trabajo “mediante conferencias” y “mediante convenciones” euro-nacionales sobre las grandes cuestiones de la Unión. De este modo, harían entender a los electores que las recomendaciones, los controles y las investigaciones de cada Cámara elegida tan sólo tienen sentido si tienen en cuenta la interdependencia de los problemas. Y que por lo tanto, la cooperación interparlamentaria, ya prevista en los tratados, es la única forma de parlamentarismo que se ajusta a nuestro tiempo.
En resumen, esta “unión política” tan comentada podría crearse en 2014, el centenario de la tragedia europea fundadora, a partir de una cadena de solidaridad institucional; con ella se podría asegurar a los ciudadanos que su voto en Europa tendrá la eficacia de unas elecciones políticas plenas. Porque de todas las crisis, la de la abstención masiva sería la más grave.