East Side Gallery (Muro de Berlín). Brozzi/Flickr

Una unidad engañosa

Demasiado ocupados en adaptarse a una nueva sociedad, los alemanes del Este no han sido capaces de saldar cuentas con la RDA. Y no será manteniendo el mito de la reunificación la mejor manera para abrir un verdadero debate, defiende el escritor Thomas Brussig.

Publicado en 6 noviembre 2009 a las 17:48
East Side Gallery (Muro de Berlín). Brozzi/Flickr

Desde que la escritura me ha hecho conocido entre los lectores, es decir, desde 1995, vengo diciendo que el debate sobre la RDA permanece en punto muerto, o, para ser más exacto, creo que ha sido estrangulado por la unidad alemana. Para los alemanes del Este, cuya vida fue influida hasta la médula por esta experiencia, debatir sobre “la otra época” hubiera sido un verdadero lujo. Para empezar había que suscribir el seguro correcto, formarse en las entrevistas para encontrar trabajo, aprender lo que era un propietario capitalista. La vida tras la caída del Muro, para numerosos alemanes del Este ha sido devorada de tal manera por estos aspectos tan poco románticos, que toda mirada hacia atrás hubiera sido contraproducente. He dedicado mi tiempo a la sociología para acabar de una vez por todas con lo que Neues Deutschland [órgano del partido] me había inculcado.

Solamente aquellos que no encontraron su lugar en la nueva sociedad, demasiado extraña para ellos, podían permitirse pensar en la RDA- un país en el que todos los problemas que hoy por hoy no tienen solución, entonces no existían-. En ese punto es donde la nostalgia de la RDA ha hecho aparición y se ha extendido como un reguero de pólvora, con tanta gente que no ha podido adaptarse y ha venido llevando una vida insatisfactoria. Muchos más de lo que se sospechaban en el Oeste.

Y no se trataba solamente de antiguos miembros de la Stasi y otra “chusma” roja del aparato del Estado. El fotógrafo Joachim Liebe ha vuelto a encontrar, años más tarde, a personas que pasaron al azar por delante de su objetivo en el otoño de 1989, y ha hablado con ellas. De las diez personas fotografiadas que aceptaron expresarse, únicamente una de ellas manifestó haber arreglado dignamente su vida. Las otras hacen lo que pueden, se buscan la vida y se aprietan en cinturón. Y, lo subrayo una vez más, no eran funcionarios despojados de su trabajo, sino manifestantes que precipitaron la caída de la RDA. Resulta claro que, entre todos los alemanes del Este, solamente uno podía convertirse en canciller, pero la unidad podría habernos ofrecido una tasa de éxito mejor que uno sobre diez.

También vengo diciendo desde 1995 que no veo ninguna oportunidad para que surja un verdadero debate sobre la RDA, un debate comparable al ajuste de cuentas que la generación del 68 tuvo con sus padres sobre el nazismo. La RDA no ha dejado interrogantes tan opresivos y monstruosos como el Tercer Reich; no protagonizó una guerra de agresión, ni cometió un genocidio. Lo peor que se le puede reprochar es que durara tanto tiempo. Y tampoco hay que subestimar el factor demográfico: si, en 1968, fue una generación entera la que pidió explicaciones, hoy no es sino una quinta parte de la generación estudiantil la que puede poner a sus padres en un aprieto; el resto no tuvo nada que ver con la RDA.

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Y, sin embargo, el debate está más vivo que nunca. ¿Nos hemos decidido por fin a abordar el tema en profundidad? Desgraciadamente, no. Porque en cuanto las personalidades políticas toman la palabra, la discusión entra en el juego del disimulo. No se han superado las fórmulas de “Estado de no-derecho” y “régimen totalitario”, de una parte. Y de que “no había solamente cosas malas” de la otra.

El debate presenta de todos modos dos novedades que se agradecen: en primer lugar, el Oeste parece aceptar ser analizado y juzgado por el Este- hasta ahora, siempre ha sido al revés. Con la caída del Muro el Este tuvo la libertad de redefinirse. Y en segundo lugar, parece que finalmente se ha comprendido que los útiles de análisis con los que se abordó el Tercer Reich no valen para la RDA.

El Oeste, a pesar de ser consciente de su inconstitucionalidad, optó por conservar la Ley Fundamental (1949) y desechó todo debate arguyendo que no era el momento para “experiencias aventureras”. La capital fue transferida a Berlín y se hizo realidad el pacto de solidaridad, pero, aparte de eso, la orden del día fue: en el Oeste, ninguna novedad. ¿Reunificación? Una palabra, dos mentiras. No hubo « reunificación » porque la Alemania de las fronteras de 1990 nunca existió previamente.

Y una adhesión no es una unificación. “El capitalismo no ha vencido", proclamaba un graffiti en 1990, "es lo único que queda”. La cuestión de la unidad alemana es un campo minado. En el Este, el shock de la unidad y sus consecuencias siguen siendo el tema de discusión número uno; en el Oeste, se prefiere guardar silencio. Como ni el Este ni el Oeste están del todo satisfechos, el país entero vive en un profundo malestar. La unidad se realizó con tanta esperanza, con tanta confianza, con tantos sentimientos positivos hacia el otro…¿Y ahora?

A cada generación le corresponde su revolución. Hubo en 1968, y hubo en 1989. Con este ritmo, sería ya la hora de otra…y esta vez se podría poner sobre la mesa lo que se escamoteó en 1990.

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