¿Quién no ha prestado atención a algunas de las conspiraciones, paranoicas o no, acerca del atentado terrorista más conocido de la Historia? "Una que todavía no he escuchado sobre el 11-S de 2001", ironiza el politólogo Timothy Garton Ash en las páginas de The Guardian, "es la de que Osama Bin Laden era un espía chino". ¿Espía chino? "Efectivamente", dice el autor, "uno podría argumentar que el gran beneficiado de la larga década de reacción estadounidense contra el radicalismo árabe ha sido Pekín".
De los tambores de guerra afganos un mes después de los ataques suicidas a la primavera árabe y la tibia implicación norteamericana, mucho ha cambiado: 2,2 millones de estadounidenses acudieron a la batalla y se ha gastado en operaciones antiterroristas de toda índole entre tres y cuatro billones de dólares (dos y tres billones de euros), lamenta Garton Ash, citando datos de la Universidad de Brown. Y pocos vieron la emergencia de un nuevo poder llamado a socavar al ya existente. "Honor a nuestros guerreros caídos", concluye el politólogo, "pero ahora Estados Unidos necesita héroes que creen trabajo" y devuelvan a la superpotencia el lustre de una estrella que languidece...
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