Estocolmo, 16 de septiembre de 2010. Un cordón policial se interpone entre un militante de los Demócratas de Suecia (primer plano) y manifestantes "anti-racistas".

El contagio del miedo

El posicionamiento de los Demócratas de Suecia en las elecciones legislativas del 19 de septiembre no es un caso aislado: en todas las sociedades del norte de Europa, hasta ahora admiradas por su apertura y cohesión, la desconfianza hacia la inmigración aúpa a partidos abiertamente xenófobos.

Publicado en 21 septiembre 2010 a las 14:35
Estocolmo, 16 de septiembre de 2010. Un cordón policial se interpone entre un militante de los Demócratas de Suecia (primer plano) y manifestantes "anti-racistas".

El resultado de las elecciones suecas da testimonio de los profundos cambios que desde hace unos años están transformando el panorama político de esta Europa nórdica antes inmunizada contra las tormentas, las neurosis y los miedos endémicos en las regiones meridionales y orientales del Viejo Continente. El resultado de las elecciones va más allá de un simple trasvase o sustitución de votos de la izquierda a la derecha.

En efecto, lo que más llama la atención es la confirmación de lo que The Economist llama “la curiosa muerte de la socialdemocracia sueca”. Durante años, los socialistas de Europa –y más allá— habían admirado y reconocido en la primera nación de Escandinavia un socialismo democrático austero y al mismo tiempo generoso, capaz de reunir un fisco muy exigente, un gasto público tremendo, una economía sana y un nivel de vida elevado.

Finlandia, Dinamarca, Noruega e incluso Holanda, países vecinos y “parientes” de Suecia, han tratado con éxito de imitar su ejemplo, que incluye además una notable tolerancia —en ocasiones hasta audaz— en el terreno de los derechos civiles reconocidos tanto a nacionales como inmigrantes.

La inmigración en el ojo del huracán

Tras el misterioso asesinato del primer ministro Olof Palme en 1986, nunca esclarecido del todo, comenzaron a planear las primeras sombras sobre el paraíso socialdemócrata de Estocolmo. Se abrieron grietas en la estabilidad política, los conservadores accedieron al gobierno y en 1994 Suecia firmó su adhesión a la Unión Europea.

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Con la progresiva ampliación de la UE hacia la Europa oriental poscomunista, los suecos, cansados de un modelo socialista demasiado severo con sus compatriotas e indulgente con los extranjeros, se enfrentaron a los dos insidiosos problemas que acosan al continente desde hace varios años: la crisis económica sumada a una crisis de inmigración descontrolada.

En el plano económico, los conservadores moderados de Frederik Reinfeldt, en el poder desde 2006, han sabido afrontar la crisis con sagacidad y competencia, sin desmantelar los fundamentos del sistema socialdemócrata, pero corrigiendo sus excesos económicos y ampliando con medidas liberales los márgenes de maniobra de la industria privada. El compromiso ha funcionado, el PIB ha aumentado y el paro ha descendido. Hoy, Suecia figura entre las primeras economías mundiales. El contraste con las dificultades por las que pasan muchos países europeos es más que notable: es casi aplastante.

Europa echa la llave

Sin embargo, el peligro que atormenta a los países escandinavos y a un buen número de otros países europeos ha terminado por tener su efecto sobre esta Suecia económicamente recuperada y estabilizada. Este efecto toma la forma de una neurosis particularmente fuerte en Estocolmo, Helsinki, Copenhague, Amsterdam, Flandes: justo en los viveros de las civilizaciones nórdicas más evolucionadas, aquellas que eran hasta hace muy poco las sociedades culturalmente más abiertas a la tolerancia y a la cohabitación con el extranjero, el exiliado, el inmigrante en busca de alimento y protección.

En el contexto del gran temor a los emigrantes que vagan y empujan a las puertas del Viejo Continente, la herencia de tolerancia y caridad transmitida por el protestantismo y la socialdemocracia en estas glaciales tierras nórdicas prácticamente se ha invertido. El cortocircuito provocado por el miedo a la invasión de los extranjeros –un miedo ancestral que a menudo calificamos demasiado a la ligera como “xenofobia”— está a punto de propiciar una reacción política incluso en la cívica Suecia. En efecto, aquí es donde ha tenido lugar la enésima “primera vez”, con la superación del umbral electoral del 4% por la extrema derecha de Jimmie Aakesson y la embarazosa entrada de su partido en el Parlamento.

Nadie sabe lo que puede ocurrir en los próximos días en Estocolmo. Lo que sí se sabe es que el miedo se propaga por el norte. En Finlandia, los Auténticos Finlandeses exaltan la “dignidad de las tradiciones del bosque”. En Dinamarca, el Partido Popular, que basa su campaña en los “inmigrantes de riesgo”, está en alza. En Holanda, el Partido de la Libertad de Geert Wilders cuenta con 24 escaños en el Parlamento y mantiene lazos cada vez más estrechos con sus hermanos flamencos del Vlaams Belang. Todos ellos, incluidos los nacionalistas radicales de Budapest y Bucarest, se reunirán a finales de octubre en Ámsterdam para homenajear al ya legendario Wilders.

El caso sueco es pues todo menos aislado. Europa se ha encerrado sobre sí misma, al tiempo que el miedo, que sería preciso estudiar y no solamente rechazar en nombre de una anémica “corrección política”, aumenta y se extiende. No basta con condenar en masa a los “malos”. También habría que esforzarse por explicar cómo y por qué han logrado extenderse del Báltico al Danubio.

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