Una de las historias familiares que siempre me ha fascinado relata el paso de un regimiento de soldados italianos (que participaban en la ofensiva alemana en el Este) por Floresti, mi ciudad natal, el verano de 1942. Los comentarios que se hacían de ellos eran totalmente opuestos a la imagen típica de la guerra que trasmitían las películas soviéticas de mi infancia. Su actitud era más bien indiferente, casi filosófica. Como si se tratase de un tapiz en la penumbra de una sala con las cortinas echadas, la imagen de la situación mundial que se desplegaba ante los ojos de mis compatriotas despertaba en su alma el miedo a lo desconocido pero, sobre todo, despertaba una enorme curiosidad.
Esta curiosidad siempre resultó un tema tabú entre mis abuelos. Existía cierta tensión en la que yo no participaba y de la que no me explicaron el origen hasta muchos años después. El acantonamiento de los italianos en Floresti no alcanzó la dimensión épica de la historia narrada en la película La mandolina del Capitán Corelli, rodada en 2001 basándose en la novela de Louis de Bernières. Aunque el pueblo de mis abuelos comparte en cierto modo algo de la austeridad de la isla jónica de Cefalonia, la que ocupaban las tropas italianas en la película.
Mi abuela Ioana, profesora de primaria del pueblo, conoció a un joven teniente llamado Vincenzo que venía de la provincia de Massa-Carrara, la conocida región de los artesanos del mármol.
El idilio entre los dos dejó huella: siete cartas que envió el soldado después de que los italianos abandonasen la zona. Llamaba a mi abuela “la Italiana”. El soldado había aprendido algunas palabras en rumano con las que adornaba las cartas.
Las cartas de Vincenzo me sirvieron de inspiración para escribir una novela. Desde que las descubrí me he dedicado a recabar datos. Mis primos italianos, que viven allí con sus familias, también me han ayudado. Conseguí, gracias a ellos, seguir el hilo de esta historia hasta llegar al pueblo de Vincenzo.
En los últimos años las cosas han cambiado mucho en Moldavia. Ahora, a la tarima a la que solíamos venir a jugar o a bailar los domingos, la gente viene a recoger los paquetes y el dinero que envían los familiares que se han ido a trabajar “fuera”. Al ver el revuelo que se forma alrededor de los microbuses abarrotados comprendemos que no se trata solamente del dinero que les ayuda a sobrevivir, sino de una forma de estar conectados con lo que sucede en el mundo, con la parte de Europa que sí cuenta. Es su forma de ayudar a forjar el futuro porque no solo los reciben, también envían paquetes, quesos, mermeladas “hechos en casa”.
Por último, más allá del drama de los que dejan su hogar empujados por la pobreza, el éxodo de los moldavos hacia el Oeste es un gesto tardío de resarcimiento histórico. Resarcimiento por la historia con la que mis compatriotas se cruzaban frente a las puertas de sus casas hace 65 años, a través de aquellos soldados morenos de piel que hablaban un idioma melodioso. Un puente tendido por encima del tiempo y un tintero en el que Vincenzo recargaba su pluma. Europa en el tintero. Me pregunto si encontraríamos Floresti en el mapa afectivo de los italianos de la misma forma que aparece la provincia de Massa-Carrara en la topografía afectiva de mi familia. Estoy deseando llegar a la ciudad de los artesanos del mármol para ver si responde a mis expectativas. Espero volver a ver el castillo en la colina. Es allí donde debería encontrarlo, majestuoso, con los torreones bañados por la luz del sol, tal y como lo vi por primera vez, tal y como lo soñé en las largas tardes de verano.