Rahman* andaba comprando comida cuando la Policía española le hizo una multa de 500 euros por incumplir las restricciones del coronavirus. «Pagaré en cuanto reciba mi permiso de residencia», respondió. Rahman se ríe y niega con la cabeza mientras cuenta su historia por videollamada. «Mirad lo flaco que estoy, solo peso 57 kilos», exclama. El palestino de 21 años le muestra a la cámara su cuerpo esquelético de 1,70 m.
Hablamos en sueco y agregamos expresiones noruegas en medio. Su nivel en ambos idiomas sirve de testimonio de los casi cinco años de adolescencia que pasó en total en los dos países. Fueron años formativos en los que aprendió que incluso los gestos en apariencia bien intencionados, como ofrecerle hospedaje a alguien, podían desencadenar una crueldad inimaginable.
Fue un periodo en el que, sin importar lo que Rahman sufriese, el derecho legal para permanecer en Europa siempre se le escapaba. Su situación de indocumentado contribuyó a que contra él se perpetrasen crímenes terribles cuyos autores salían ilesos. Fue explotado y deportado, pero su sueño de vivir en Europa persevera, y él logró regresar al continente. No obstante, el futuro es incierto.
En octubre de 2013, Rahman, que entonces tenía 15 años, llegó solo a Suecia. Como muchísimos otros jóvenes refugiados, había escuchado muchas cosas positivas sobre este país: los niños reciben protección, pueden asistir a la escuela y sentirse seguros, se respetan sus derechos y casi todos logran quedarse.
Recibe lo mejor del periodismo europeo en tu correo electrónico todos los jueves
Nació de progenitores palestinos procedentes de Gaza y creció en Jordania. Las leyes de nacionalidad en Jordania no aplicaban para Rahman, lo que lo dejó apátrida. Cuando la guerra en Siria se encontraba ya en su tercer año, su padre quiso enviarlo a la frontera para que luchase con los yihadistas contra el régimen sirio. Su madre no estuvo de acuerdo y el adolescente huyó hacia lo que ella esperaba fuese un lugar seguro.
Ni qué hacer ni adónde ir
En Suecia, Rahman vivía en un campo de refugiados. Ahí comenzó la escuela y aprendió el idioma con rapidez. En su tiempo libre, jugaba al fútbol. Pero a pesar de su joven edad y de sus problemas en Jordania, el tribunal de migración de Estocolmo rechazó su solicitud de asilo en el verano de 2014.
No sabía qué hacer ni adónde ir. Lo único de lo que estaba seguro era que no podía regresar a Jordania con su padre. Rahman decidió permanecer en Suecia sin un permiso. Dejó el albergue juvenil en Estocolmo para evitar la expulsión y cortó todo contacto con su tutor.
Ahí es cuando un amigo le presentó a Martin, un hombre grande en sus treinta. Tenía la cabeza rapada y alrededor de su cuello llevaba pesadas cadenas de oro. Cuando Martin se enteró bien de la situación, lo invitó a un piso en el centro de Estocolmo.
Cuando entró, Rahman se quedó estupefacto. Algunos inhalaban pegamento y otros cocaína. Enseguida le ofrecieron algo de beber. Fue su primera vez en consumir alcohol. Luego la noche se tornó en un mar de confusión. Martin le llevó a una habitación y le arrojó al piso. Rahman sintió cómo unas manos tocaban su cuerpo.
Las violaciones y las golpizas continuaron por meses. Martin le amenazó con matarle si intentaba escapar. Rahman sabía que tenían armas y cuchillos en el piso, por lo que no se atrevió a protestar ni a hacer preguntas. “No tenía adónde ir. No tenía dinero ni a nadie que pudiese ayudarme”, relata.

Mucha gente llegaba al piso y Rahman debía ocuparse de mantenerlo limpio. Le daban comida rápida y drogas. Martin llamaba a cualquier hora y lo mandaba con una bolsa a una dirección determinada para que hiciese una entrega. Le obligaba a traficar drogas por toda Europa, y para esto le daba ropa nueva, un pasaporte falso y una maleta. Rahman, que a menudo estaba drogado, se dormía durante todo el vuelo.
Rahman es uno de los miles de niños que llegaron a Suecia en los últimos años solo para desaparecer cuando sus sueños europeos fueron despedazados. Según la Dirección General de Migraciones de Suecia, desde 2013, 2014 menores no acompañados han desaparecido sin dejar rastro, lo que equivale al número de alumnos en casi 70 clases de escuela. La amenaza de expulsión suele encontrarse entre las causas de estas desapariciones, al igual que la trata de personas.
Pero nadie lo sabe porque nadie los está buscando. La policía mantiene un registro de las desapariciones, pero rara vez emprende una búsqueda. Las municipalidades declaran que los niños que ya no residen en el territorio que les compete no se encuentran ya bajo su responsabilidad. Por su parte, la Dirección General de Migraciones de Suecia dice no poder examinar los casos de niños desparecidos. En 2016, el Comité de Derechos Humanos de la ONU criticó a Suecia por su incapacidad para prevenir estas desapariciones.
Así como Rahman, muchos son vulnerables a los abusos y al tráfico. Según una encuesta realizada en 2015 por la junta administrativa regional Länsstyrelsen, un organismo del gobierno sueco, la mayoría de los presuntos casos de tráfico infantil estaban relacionados con menores no acompañados. En ese entonces, ninguna de las investigaciones de tráfico de menores no acompañados dio lugar a un enjuiciamiento.
Esclavitud sexual
Para entender dónde estaba fallando el sistema, investigué cada caso sospechoso de tráfico infantil en Suecia por un periodo de cuatro años hasta 2015. Según los reportes policiales y las investigaciones preliminares, más de un 50% de los casos de tráfico estaban ligados a la esclavitud sexual, entre cuyas víctimas casi la mitad eran varones. Los fracasos de la policía en casos de tráfico eran casi sistemáticos.
El caso de Rahman era uno de ellos. Le localicé en Noruega. Después de varios meses había conseguido huir de Martin. Al llegar a Noruega, solicitó asilo una vez más y denunció ante las autoridades el tráfico del que había sido víctima. Pero Rahman y su abogado no sintieron que se le hubiese dado importancia al caso. Como el tráfico se había dado en Suecia, la policía noruega transmitió la investigación a sus colegas suecos. Rahman no confiaba en los investigadores de ninguno de los dos países. No parecían darse cuenta del peligro que correría al denunciar a Martin sin ninguna garantía de protección.
Poco después de que Rahman cumplió los 18, pasamos unos días con él en un balneario. En una templada tarde de verano, él y su tutora designada por el tribunal estaban sentados afuera, rodeados de centelleantes fiordos noruegos. Rahman, con su cabello voluminoso y desaliñado, sus largas pestañas y su cálida sonrisa, se recostó contra ella. “Es como una madre para mí”, afirmó.
Eventualmente, la investigación de tráfico en Suecia fue abandonada, y la solicitud de asilo de Rahman también fue rechazada en Noruega. Técnicamente ya no era un niño. Así que en el verano de 2018 fue deportado a Jordania.
“¿Dónde están el dinero, el éxito?”
Después de casi cinco años de vivir en Europa, a Rahman se le hizo difícil adaptarse a una sociedad jordana con mayor control social. No podía volver con su familia, pues esta era sumamente religiosa, y él en cambio ahora fumaba, bebía y llevaba puesto un pendiente. Debía intentar encontrar un trabajo sin tener ningún documento nacional de identidad, lo que significaba que tampoco tenía acceso a la asistencia sanitaria ni la posibilidad de continuar sus estudios.
La policía parecía deleitarse en acosarlo. Le preguntaban por qué había ido a Europa y por qué había regresado. Sus amigos y parientes se burlaban de él: “¿Dónde están el dinero, el éxito y tus pertenencias costosas?” Durante un tiempo trabajó 12 horas diarias en una tienda para turistas donde ganaba un salario que ni siquiera le alcanzaba para la renta. Tras tan solo unas cuantas semanas, al no poder encontrar otra solución, decidió partir de nuevo.
“No puedo hacer mi vida aquí. Quiero regresar a Europa. No pienso rendirme nunca”.
Primero intentó pasar por Turquía para llegar a Grecia, pero la lancha neumática fue interceptada por los guardacostas turcos. Entonces pasó un mes y medio en una cárcel turca y luego regresó a Jordania. En esa época aún seguía en una relación con una chica noruega. Como europea que era, ella podía simplemente tomar un avión y visitarle por unas semanas. Rahman no gozaba de esta opción.
Sus amigos de Noruega se encargaron de lo necesario para que pudiese quedarse con conocidos de ellos en Kosovo. Planeaba continuar su camino por tierra y adentrarse más en Europa, pero lo arrestaron en Montenegro y lo devolvieron a Kosovo. Luego se enfermó gravemente y tuvo que regresar a Jordania. Pero en su mente ya estaba ideando nuevos planes para llegar a Europa.
“No puedo hacer mi vida aquí”, me dijo en el verano de 2019. “Quiero regresar a Europa. No pienso rendirme nunca”.
Esta vez fue a Marruecos. Rahman sabía que este sería su viaje más peligroso hasta el momento. “Pero lo lograré, ¡estoy seguro de ello!” insistió. Poco tiempo después, llegó a la frontera marroquí con la ciudad autónoma de Melilla. Esta puerta de entrada a Europa está vigilada por drones y frente a ella se erige una gran valla de alambre de púas. Los migrantes y los jóvenes marroquíes de su edad estaban repartidos por todas partes. Todos esperaban poder cruzar la frontera en la noche. Algunos lo habían intentado por meses, o incluso años. Rahman planeaba nadar alrededor de las vallas frente al mar, una peligrosa hazaña, ya que los guardias de fronteras a veces disparan balas de plástico a los nadadores. Antes de lograr finalmente nadar hasta el puerto de Melilla, tuvo cuatro intentos fallidos y se hirió tras una caída.
“¡Estoy tan feliz! ¡Otra vez estoy en Europa!”, expresó en un mensaje.
Como temía que las autoridades de Melilla lo fuesen a devolver a Marruecos, viajó de polizón en un barco de mercancía hacia España continental. Le acogieron en un campo de refugiados y le dieron 50 euros al mes para sus gastos. Pero con la llegada del coronavirus a Europa, fue privado de esta asistencia después de seis meses.
Como nos mantuvimos en contacto por años, siempre le preguntaba cómo estaba, y él siempre respondía que “bien” sin importar las circunstancias. Dice que necesita mantenerse positivo para continuar aproximándose a aquello que añora: una vida normal, con una casa, una chica y niños. Desearía estudiar idiomas y tal vez trabajar con turistas, ya que está muy acostumbrado a conocer a gente nueva.
Pero en estos momentos Rahman no puede pensar mucho en el futuro. Ni siquiera sabe lo que traerá el mañana, dónde dormirá ni cómo comerá. Tiene dos opciones en mente, pero ninguna le agrada: volver a vender drogas o cometer un crimen adrede para que le detengan. “Si me detienen, tendré un lugar donde vivir hasta que se acabe el coronavirus”, explicó.
Su sueño le ha traído de regreso. A pesar de los juicios por los que ha pasado, el niño apátrida ya es un joven y sigue estando lejos de obtener sus papeles. Ya antes de la pandemia, el proceso de asilo en España era incierto y largo, de hasta18 meses. Ha pensado en Suecia y en Noruega, pero duda tener suerte ahí. Ya sea en los países nórdicos o en Jordania, nunca se le ha concedido el derecho de pertenencia. “¿Por qué tiene que ser así?” “¿Por qué no puedo ser legal en ninguna parte?”
*Se ha utilizado un nombre falso para proteger su identidad.
Este artículo es parte de la serie Europe Dreamers, en colaboración con Lighthouse Reports y el Guardian. Revise los otros artículos de la serie aquí.
¿Te ha gustado este artículo? Nos alegra mucho. Se encuentra disponible para todos nuestros lectores, ya que consideramos que el derecho a la información libre e independiente es esencial para la democracia. No obstante, este derecho no está garantizado para siempre, y la independencia tiene su precio. Necesitamos tu apoyo para seguir publicando nuestras noticias independientes y multilingües para todos los europeos. ¡Descubre nuestras ofertas de suscripción y sus ventajas exclusivas y hazte miembro de nuestra comunidad desde ahora!