Si creeemos las encuestas de opinión que se han llevado a cabo en Europa, la gran vencedora de las elecciones europeas podría ser la abstención. Desde el primer escrutinio, en 1979, la tasa de participación no ha cesado de disminuir, y en esta ocasión parece que se van a batir todos los records negativos- salvo en Bélgica, Grecia, Malta o Luxemburgo, países en los que el voto es obligatorio.
Si los europeos muestran poco interés por sus representantes en Bruselas y Estrasburgo, se debe principalmente a que sus políticos nacionales han basado su campaña en cuestiones domésticas, como la seguridad, la inmigración, la fiscalidad...materias sobre las que el Parlamento posee una influencia muy limitada, como recordaba recientemente el ex diplomático italiano Boris Biancheri en las columnas del diario La Stampa. Además, añadía, los gobiernos no se han esforzado en explicar la manera en la que las cuestiones decididas en el Parlamento influyen en la vida cotidiana de los europeos.
Por otra parte, para numerosos líderes políticos, el voto del 4-7 de junio no supone sino un termómetro para pedir su popularidad- y a ello también contribuye el sistema proporcional aplicado -, y tomar nota por tanto para la política nacional. Los débiles perfiles o el caracter folklórico de algunos candidatos elegidos por numerosos partidos- hecho denunciado por el diario rumano Cotidianul, por ejemplo- da testimonio de la imagen que estos últimos tienen (y transmiten) del papel del Parlamento. A pesar de todo, las elecciones europeas son la única ocasión de la que disponen los ciudadanos para participar directamente en la vida de la Unión. Y sería una pena no aprovecharla.