El imperativo del crecimiento

La elecciones del 6 de mayo han puesto en evidencia la trágica ruptura entre los responsables políticos y los ciudadanos europeos. Una editorialista italiana expone que, para que la situación no empeore, es necesario abandonar la obsesión por la austeridad y reactivar la maquinaria mediante la solidaridad y la integración, que son el distintivo de Europa.

Publicado en 10 mayo 2012 a las 15:48

Basta ya de una Europa de arrogantes, de jefes que sólo aplican la ley del más fuerte. Basta ya de la Unión que ha degenerado en una pirámide feudal, con solamente un gran Estado a la cabeza, el único realmente soberano, y la plétora de vasallos a sus órdenes. Basta ya de la Europa impotente (y nada concluyente) de las proclamaciones: es una situación escandalosa, mientras la crisis económica causa estragos, la austeridad le pisa los talones y el empleo escasea.

Hasta el pasado "superdomingo", nunca habíamos sido conscientes con tanta brutalidad del alcance del divorcio entre Europa, sus clases dirigentes y sus ciudadanos. Una ruptura que se fraguó en el mismo seno de un proyecto común que no sólo ha perdido velocidad, sino que ha acabado renegando del espíritu y la política de sus orígenes y se empeña en hacer caso omiso de la realidad: el descontento y la creciente frustración de los ciudadanos. De ahí que, por su parte, no crean en este proyecto. No llega a ser un plebiscito negativo, pero casi. En este momento, o Europa se reactiva y vuelve a ser ella misma, o tarde o temprano morirá. Para restablecer el vínculo con sus pueblos, necesita urgentemente dos cosas: crecimiento económico y política.

Océano de desconfianza

Para empezar, es necesario recuperar la dinámica democrática en todos los niveles, incluido el interinstitucional; rechazar cualquier desviación hacia los "directorios"; volver a descubrir la comunidad de derecho e igualdad de los Estados ante la ley, así como el principio de unidad en la diversidad (y no en la uniformidad). Únicamente si emprendemos este camino podremos vencer la crisis de confianza y cruzar el océano de desconfianza recíproca que envenena hoy la coexistencia europea.

Pero sin un crecimiento económico tangible y que no se limite a declaraciones, sin nuevos empleos, sin puentes, sin autopistas transeuropeas, sin redes informáticas y energéticas, en resumen, sin la Europa de las oportunidades y de la esperanza en lugar de la de la austeridad y la desesperanza, no saldremos de la inmovilidad.

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Sería ingenuo pensar que la Francia de François Hollande, que ha sido elegido apostando por la reactivación económica europea, pueda por sí sola hacer caso omiso de la obstinación alemana. Para que no se repita en otro lugar de Europa la pesadilla de Grecia, donde el exceso de austeridad hizo que el domingo pasado se superaran los parámetros de la democracia, con el ascenso inusual de los extremistas de todos los frentes políticos, París necesita formar una especie de santa alianza. Ésta debería servir de contrapeso sólido al superpoder de Alemania, que se ha ejercido sin freno porque no se encontró con ninguna barrera de contención creíble.

Una vez que haya quedado claro que el camino del crecimiento es estrecho pero necesario para poder dialogar en serio con Angela Merkel y que Hollande parece aceptar con convicción, el entendimiento con la Italia de Mario Monti y con la Comisión Europea de José Manuel Barroso, con la España de Mariano Rajoy, Portugal, Grecia, Bélgica y también Países Bajos, será sólo cuestión de tiempo. La cumbre extraordinaria de jefes de Estado y de Gobierno del 23 de mayo podría ser la ocasión perfecta para poner a prueba nuevas alquimias de poder, además de recetas concretas para hacer que la economía vuelva a ponerse en marcha.

Miopía y egoísmo

Pero no es una tarea sencilla. Porque sobre la mesa hay muchas ideas: desde los project bonds para financiar las grandes infraestructuras con el aumento del capital del Banco Europeo de Inversiones, desde la reorientación de los fondos estructurales europeos aún no gastados hasta el impuesto sobre las transacciones financieras. Y hasta los eurobonos, en un futuro menos próximo. Y además, la introducción de la regla de oro para excluir las inversiones en el desarrollo sostenible del cálculo del déficit y la interpretación más flexible del pacto fiscal para prolongar los plazos de saneamiento de las cuentas públicas y hacerlo así socialmente y económicamente más aceptable.

Estas son las ideas que, de un modo u otro, apelan a la solidaridad y a la cohesión, es decir, al espíritu europeo que ha estado ausente en estos dos últimos años de crisis. O que, aunque ya era demasiado tarde, sólo se ha manifestado bajo la obligación de los mercados, cuando la miopía y los egoísmos nacionales dominantes lo habían enterrado.

El crecimiento es indispensable, pero para que sea realmente europeo y sostenible, necesita otros elementos: más integración en todos los niveles; una reforma del estatuto del Banco Central Europeo, de sus objetivos y sus márgenes de maniobra; un modelo de sociedad y de desarrollo acorde a nuestra época; una unión política. Sin estos elementos, el euro difícilmente sobrevivirá mucho tiempo.

El desafío es enorme. Pasa por una contrarrevolución cultural con la que se redescubra la Europa perdida. ¿Es factible? Lo que está claro es que la reactivación económica es el primer paso hacia la reconciliación con los ciudadanos. Un proyecto que destruye el crecimiento no les puede seducir. Lo demás llegará si los Gobiernos vuelven a confiar los unos en los otros: si todos vuelven a dialogar en un plano de igualdad, en el respeto recíproco y vuelven a descubrir el valor del interés común, en un mundo global en el que Europa cada vez se vuelve más pequeña. Y en el que debe aprender a reaccionar deprisa.

Opinión

El euro, un experimento fallido

“¿Es la zona euro el peor experimento que se haya llevado a cabo?”, plantea Peter de Waard enDeVolkskrant. Según este analista económico, las diferencias entre los 17 países que comparten la moneda única son tan grandes que es evidente que los problemas en la zona euro se acumulan y cada vez parecen ser más inextricables:

Mejor nos hubiese ido si en 1992, para seleccionar a los países del proyecto del euro, el canciller Helmut Kohl y el presidente francés Mitterand hubiesen lanzando dardos sobre un mapa del mundo con los ojos cerrados.

Waard se basa en un estudio realizado por economistas del banco JP Morgan que se ha entretenido en analizar uniones monetarias ficticias ideadas a partir de estadísticas económicas de numerosos países.

De esta manera, Waard señala que existen menos diferencias entre “todos los países que se encuentran sobre el 5° de latitud norte, un conjunto que abarca entre otros países a Colombia, Camerún, Sudán del Sur, Surinam, Brasil, Venezuela e Indonesia”, que entre los de la zona euro. Esto también se cumple para los países que empiezan por la letra M (Mali, Madagascar, Marruecos, Macedonia, México y Mongolia).

Los factores que hacen que la zona euro sea especialmente poco homogénea son las diferencias en productividad, los sistemas jurídicos, la política de competencia y el despilfarro de dinero público.

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