Cuando mi padre falleció, volé a Chisináu y dormí una noche en su piso. Repartí sus trajes y corbatas entre los vecinos. Sus libros los dejé intactos. Al final, me senté en el borde de la cama y encendí el televisor. Apareció un canal ruso, una mujer joven estaba cantando una canción de amor, y me asusté tanto que arrojé el mando y me levanté de inmediato. Mi padre odiaba el ruso, mi padre odiaba a los rusos.
Había algo fundamentalmente incorrecto en escuchar una canción de amor rusa en su casa, la casa de un hombre que ahora está muerto, pero que durante toda su vida había luchado contra el sistema soviético y había anhelado un idioma — el rumano. En ese momento le vi con claridad ante mí: un anciano lleno de arrepentimientos, con los puños apretados, con esa lengua extranjera amarrada alrededor de su cuello como una soga. Es en ese instante que comencé a llorar, por todo.
Si en algún momento abandoné la Unión Soviética, fue esa noche.
Era una niña que había llegado después de los acontecimientos, pero lo que siempre se opuso entre nosotros como una cerca eléctrica no era eso, sino el idioma ruso. Mi padre nunca me perdonó que, cuando Moldavia proclamó su independencia, cuando en el 89 los moldavos recuperaron el alfabeto latino por el que habían luchado y algunos incluso muerto, yo no hubiese hecho lo que debía hacer: cortar mi relación con todo lo referente a Rusia. No hablar ruso nunca más, no leer nunca en ruso, dejar de tener amigos rusos. Eso era lo que se esperaba de mí.
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