Ideas Archipiélago URSS | Ucrania
Kiev, 24 de agosto de 2020. En la Marcha de los defensores, con motivo del 29º aniversario de la independencia de Ucrania. | Foto: Photos123

De la URSS a Maidán, el pasillo de la memoria

La ensayista Kateryna Mishchenko tenía siete años cuando Ucrania obtuvo su independencia y treinta cuando las protestas proeuropeas en la plaza Maidán desencadenaron la guerra contra Rusia que aún continúa hoy en día. Según declara, desde entonces, su pasado soviético no es meramente un telón de fondo, sino un enemigo con un legado todavía omnipresente.

Publicado en 7 enero 2022 a las 08:52
Kiev, 24 de agosto de 2020. En la Marcha de los defensores, con motivo del 29º aniversario de la independencia de Ucrania. | Foto: Photos123

Cuando echo un vistazo a mis recuerdos, imagino mi memoria como un dormitorio y a mí misma como alguien que deambula por el pasillo, el golpeteo rítmico de mis pasos se convierte en un telón de fondo auditivo permanente que dejas de notar con el tiempo. Quizá el dormitorio ha pasado a ser un tipo de almacén para mí, porque de niña viví en uno y ahora no me puedo librar de él. Tal vez esta espacialidad de mi niñez determina cómo sigo ubicando mis recuerdos: es donde colecciono las historias que he escuchado detrás de las puertas de varias habitaciones.

Tenía seis años cuando viví mi primer encuentro con la brutal indiferencia de las instituciones sociales soviéticas ante el dolor: tras un largo periodo de súplicas de mi parte, mi madre me ofreció perforarme las orejas, en casa. Yo acepté con gran entusiasmo. Vertió alcohol en un platito, le prendió fuego y calentó una aguja “gitana” inmensa durante un rato. Después perforó mi primera oreja y me puso un pequeño pendiente de oro con forma de corazón.


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Fue tan doloroso que lancé un gemido y corrí hacia el frigorífico que estaba en el lado opuesto de la habitación y me negué terminantemente a continuar. Mi madre y mi hermana intentaron convencerme de seguir con la otra, argumentando a favor de lo que era “normal”, afirmando que no era bueno que una niña anduviese por ahí con una sola oreja perforada, como un pirata. Tuve que regresar y aguantar ese doloroso procedimiento. La segunda oreja, que recibió su pendiente de oro después de que mis protestas fuesen “reprimidas”, me dolió y supuró por un largo tiempo. Así comenzó 1990 para mí.


La escritura inclinada hacia la izquierda todavía albergaba el espectro de Lenin sentado en la cárcel, haciendo un tintero con pan y escribiendo con leche


Hasta 1991 vivimos en el dormitorio de los trabajadores ferroviarios, justo al lado de la estación de tren de la ciudad de Poltava. Estábamos a punto de mudarnos a un piso de tres habitaciones en una nueva ciudad dormitorio que mi padre había ayudado a construir. En realidad, él era un ingeniero en telecomunicaciones, pero hacía unos pocos años había empezado a trabajar un “segundo turno” en el sector de la construcción; había un programa social que ofrecía hospedaje a los constructores. La imagen de mi padre durmiendo es una de las escenas que me quedaron grabadas en la memoria desde ese entonces.

Mi hermana y yo estábamos obligadas a permanecer en silencio cuando estábamos en casa para que nuestro padre pudiese dormir un poco. Había algo ritualista en ese respeto hacia su descanso, como si estuviésemos preservando la inviolabilidad de su espacio privado mientras se recuperaba de su intenso gasto de tiempo y energía. Pasaba su tiempo de una manera tan frenética que ya parecía tener un pie ahí, en el futuro que estaba a punto de comenzar: nos mudaríamos a una nueva casa, yo comenzaría la escuela y todo cambiaría.

De alguna manera, las noticias sobre la independencia de Ucrania llegaron incluso a mis oídos de seis años, carentes de sensibilidad política. Recuerdo que mi padre y yo estábamos caminando por la calle, lejos del ruido de los trenes que pasaban, y pregunté: “¿Es bueno que Ucrania sea independiente?” Mi padre respondió que sí.

Mi madre solía ayudar a mi hermana a ponerse el pañuelo de los pioneros, amarrando un lindo y suave nudo, mientras que yo ni siquiera me convertí en octubrista cuando entré a la escuela. Mi primera maestra, que parecía una joven sirena de cabellera larga, tenía uñas largas y bien cuidadas, con un punto negro grueso pintado en cada una. Su mano parecía un abanico de cinco ojos que con su brisa corregía mi caligrafía para que se inclinase “adecuadamente” hacia la derecha. La escritura inclinada hacia la izquierda todavía albergaba el espectro de Lenin sentado en la cárcel, haciendo un tintero con pan y escribiendo con leche. Para un niño, como lo era yo en ese entonces, esa historia describía a alguien que tenía un momento de disfrute — con la posibilidad de escribir con comida — en medio de las condiciones más inhóspitas.

Sin duda alguna, ser un niño era lo más seguro que se podía ser como persona postsoviética en los años noventa. Cuando eres niño, le agradeces al mundo su simple existencia, no intentas darle una calificación. Todo lo agradable lo tomas como un extra, y todo lo doloroso lo empujas hacia la mejor vida de la adultez. Además, mi familia tuvo suerte: durante dos años, mis padres trabajaron en las ciudades militares del grupo de fuerzas occidental del Ejército Rojo, basado en Alemania Oriental. Vivimos en lugares distintos, siempre a una distancia del mundo exterior alemán. Un bus nos llevaba a la escuela rusa, y a veces los niños alemanes nos gritaban “russische Schweine” – "cerdos rusos" – mientras el bus seguía su ruta.

Pasábamos la mayoría de nuestro tiempo en un asentamiento en medio del bosque. Las maestras en nuestra escuela local eran esposas de militares, y los alumnos venían de todas las partes de la Unión Soviética — una verdadera amistad de las naciones de los niños. Por inercia nos referíamos a nuestros países, a los que se suponía que debíamos regresar, como la Unión. La parte “Soviética” había desaparecido; nuestra transición mental lejos de una tierra paterna compartida sucedió gradualmente. Mi padre trabajaba como encargado de un cine que ofrecía funciones para los soldados, mientras que mi madre reparaba los rollos de película dañados. Era un gran mundo que lo incluía todo, en medio de una isla perdida en los bosques alemanes.

Nuestra aventura alemana se acabó en nuestro verano en Postdam. Vivíamos en la estación de radio Volga abandonada a medias. Yo trenzaba decoraciones con cables de colores que parecían abundar en el edificio de la estación, escuchaba música que había quedado por ah…

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